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El baile transparente

MARTA CARRASCO

Hubo una vez un país que creyó en la danza. Curiosamente también eran flamencos, pero de otro lugar. En 1959, el director del teatro de La Monnaie, Maurice Huisman contrató al joven coreógrafo de vanguardia, Maurice Béjart. Esta iniciativa originó la creación del «Ballet du XXième Siècle» convirtiéndose en la compañía de danza mas importante de Bélgica y de Europa. En 1970 Béjart creó la Escuela Mudra.

¿A qué viene esta introducción en una crítica de flamenco? A que aquellos otros flamencos se atrevieron, le financiaron a Béjart la creación de la Escuela Mudra y generaron el nacimiento de una nueva estética de la danza europea, surgiendo nombres como Jiri Kylian, Anne Therese de Keersmaeker, Alan Platel, Víctor Ullate, Nacho Duato, Carolyn Carlson..., y muchos más. Se atrevieron y financiaron la creación y el riesgo.

Y esto mismo hizo la Laboral Teatro de Gijón, cuando pidió a Rocío Molina que creara con riesgo y así, junto a Carlos Marquerie nació esta maravillosa obra que anoche el público del teatro Maestranza aplaudió a su final puesto en pie.

Dos apuntes antes de empezar a hablar de la obra, sobre el público de anoche: mucho extranjero, mucha gente joven, algunos directores de festivales europeos y sobre todo, compañeros de profesión, algo que siempre es notable y que denota el interés que se tiene por la obra de un artista.

«Cuando las piedras vuelen» es danza con riesgo, sin tapujos, sin otra cosa más que el cuerpo de Rocío Molina que tampoco se «esconde» siquiera tras ropajes, pues sale con tops y pantalones cortos y va cambiándose en escena. No hay aditivos, no hay adornos, sino más bien todo lo contrario: lo escueto, lo suscinto marca a la bailaora.

Sobre el escenario, un túmulo de piedras y tres tarimas, un altar iluminado y una pantalla que proyecta imágenes de aves, sobre todo buhos con sus grandes ojos de color miel, y los propios movimientos de la bailaora.

Comienza la obra con el cante de Gema Caballero y «La Tremendita», a pelo, sin adornos. Rocío Molina está tumbada sobre un lecho de cantos rodados blancos, una cámara la proyecta en el fondo del escenario.

Rocío Molina toma el baile, o el baile atrapa a ella. Sube a una tarima de metal y suenan sus pies que rebotan como si fueran piedras. Ahí comienza una especie de ceremonia poética que recorre sentimientos desde la tristeza a la soledad, y que pretende levantar el vuelo hasta la liberación.

La forma de bailar de Rocío estremece y emociona, no sólo por sus escorzos o por la limpieza de un zapateado que incluso realiza en el centro de una tarima encosertada en un baldosín, sino también porque no hace concesiones. Quiere contar algo, y va saliendo con crudeza, casi con dolor, poco a poco.

Los ritmos van cambiando. La música se desarrolla por entre los palos flamencos a los que se les buscan nuevas sensaciones tímbricas: martinete, farruca, mirabrás, alegrías, verdiales con el compás de las piedras, tangos..., la música de Cano invita a los palos a seguir por otros sonidos. Las guitarras recorren un camino musical natural igual que lo hacía la partitura de Cage sobre la coreografía de Cunningham, en perfecta comunión. Son sólo dos guitarras pero a veces hasta suenan como marimbas.

Rocío baila sobre un taburete no pone los pies en el suelo; baila con descaro contemporáneo, pero no se engañen, también hace sus guiños a la danza española, a la más antigua, aquella del siglo XIX, cuando introduce las vueltas quebradas sobre sí misma. Exhibe además, la bailaora, unas facultades excelentes de técnica clásica, (sí, una flamenca), al mantenerse en cuclillas en relevé sobre tacones, o en los giros con un espléndido centro que nunca desplaza.

Pero, ¿saben?, las explicaciones técnicas sobran, aunque sean destacables y aunque deban introducirse en una crítica. Tal es la emoción de esta obra, que la belleza estética del montaje no nos deja ir más allá de cualquier elemento técnico, que los hay y muchos.

Baila Rocío descarada, con un cigarro encendido y le baila al cante de «La Tremendita». Baila por tangos, rotunda, su baile es más libre, va consiguiendo zafarse de las ataduras. Casi está consiguiendo volar.

Carlos Marquerie ha creado un espacio idílico para el baile de Rocío, ora opresivo, ora libre, pero Rocío lo va ocupando todo, y al final, un ascua de luces baja sobre sí, y por fin la cantaora le ofrece una especie de abanico, que no es tal, son sus alas, y así suenan, y la bailaora se entremezcla por estas estrellas que han bajado al escenario y lentamente, lentamente, levanta el vuelo desapareciendo.

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