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A escobazo limpio

Último eslabón de unaquelarre cinematográficode lo más hechizado

Ya nos lo advirtió Fernán-Gómez hace unas décadas con aquello de «Bruja, mas que bruja». Y, aunque los tiros iban por otro lado en aquella negrísima comedia empapada en arroz con leche, lo cierto es que al séptimo arte siempre le ha dado gustito atávico reunirse en torno a una hoguera e invocar aquelarres malditos entre sombras siniestras. Tanto es así que el género «de espada y brujería» es uno de los que mejor cumplen la exigencia de «evasión» que debe presidir una buena tajada del cine de ayer y de siempre. Una línea hechizada que hoy hace parada y fonda con la última película de Nicolas Cage, «En tiempo de brujas», donde el sobrinísimo de Coppola interpreta a un heroico aventurero medieval que debe dar caza a una joven acusada de «artes sacrílegas y prohibidas» y responsable de extender la peste que asuela su región. «Me interesó esta película porque es apasionante, compleja, hermosa y, sobre todo, entretenida», señala el actor, que hace poco protagonizó precisamente «El

aprendiz de brujo».

D Llegados a este punto, se impone un breve repaso a lo que ha dado de sí el cine cuando se ha encaramado a una escoba mágica y ha tirado millas y conjuros potagios. Un recorrido que no podía comenzar de otra forma que con uno de los filmes de culto más fascinantes de todos los tiempos: la seudomaldita «Häxan (La brujería a través de los siglos)» (1922), una joya expresionista del danés Benjamin Christensen, mitad documental didáctico, mitad ficción histórica (e histérica), que parece sacada de un retablo de El Bosco y que conecta directamente con otro titán nórdico del cine silente (y hablado y hasta rezado, naturalmente): Carl Theodor Dreyer y su trilogía embrujada compuesta por «Páginas del libro de Satán» (1921), «La pasión de Juana de Arco» (1928) y «Vampyr. La bruja vampiro» (1932), que en 1943 completaría con «Dies irae», una escalofriante crónica de la caza de brujas en la Dinamarca de 1623. Pronto llegarían más nigromantes tan carismáticas como la bruja de «Blancanieves y

los siete enanitos» (1937) o las brujas de «Macbeth» (1948) y, para rebajar tensiones, comedias románticas de guantelete como «Me casé con una bruja» (1942), con Veronica Lake, o «Me enamoré de una bruja» (1958), con la no menos hechicera Kim Novak. Más entrañables y de andar por casa fueron Elizabeth Montgomery en la mítica teleserie sesentera «Embrujada» (luego «remakeada» por Nicole Kidman) o Angela Landsbury en «La bruja novata» (1971). Menos mal que la Hammer añadió azufre y magia negra a tan ñoña época.

A partir de los años 80, Hollywood volvió a subirse al escobón por la vía sexy y humorística («Las brujas de Eastwick», con Michelle Pfeiffer, Susan Sarandon y Cher pastoreadas por el diabólico Jack Nicholson), por la histórica de «El crisol» (adaptación de la novela de Arthur Miller), por la efectista de la «Juana de Arco» de Besson o, en fin, por la engañabobos de «El proyecto de la Bruja de Blair». No nos olvidamos del cine español, desde los bosques animados por meigas en «La hora bruja» de Armiñán, a los ritos navarros del «Akelarre» de Olea. Y no se vayan todavía que aún hay más: brujas japos («Nicky la aprendiz de bruja»), africanas («Kirikú y la bruja»), de Narnia capital («El león, la bruja y el armario»), zíngaras («Arrástrame al infierno»)... Ya lo dice el refrán: vieja fea que vuela, a la hoguera.

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