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Dos horas con Mario

Dos horas con Mario IGNACIO GIL

ANDRÉS AMORÓS

No han sido cinco sino dos horas y no con el personaje de Miguel Delibes sino con un gran escritor, Mario Vargas Llosa, con el que he presenciado la corrida de hoy.

Puedo atestiguar que Mario es de verdad aficionado a los toros. Alguna vez me ha contado que, de chico, como tantos otros, quería ser torero y que algunos de sus recuerdos más hermosos están unidos a los toros: la presunta capa de Juan Belmonte que conservaba su familia, la visión infantil de la película «Sangre y arena», las corridas en la centenaria Plaza de Acho... Un artículo suyo en el que defendía la libertad de ir a los toros ganó el año pasado el Premio Manuel Ramírez del ABC de Sevilla; al recibirlo, proclamó: «Si se suprime la Fiesta Nacional, sufrirá una herida profunda la libertad humana».

No es ésta la primera corrida a la que asisto con él. Este año, en medio de la vorágine que es su vida actual, por «culpa» del Nobel, ha encontrado un hueco para ir a los toros. Podía, por supuesto, haber hecho una llamada oficial para ir como personaje ilustre. Ha aceptado mi humilde invitación para pasar conmigo una tarde de toros, como un aficionado más.

Ha tenido la suerte, en principio, de que el hueco de su agenda coincidiera con la corrida en la que actúan los dos diestros que han abierto la Puerta Grande, Manzanares y Talavante. Pero en los toros, más que en la literatura, nunca se sabe... Le cuento que los aficionados están escamados con el cambio de la ganadería prvista y la presunta flojedad de los sustitutos: por desgracia, no me equivoco. En los tres primeros toros, la tarde se despeña: Parladés flojos, sosos, sin emoción. Felizmente, todo remonta en la segunda parte: faena de valor de Castella, premiado con una oreja que suscita protestas del sector duro. Manzanares vuelve a desplegar su estética en una faena preciosa pero no completa: otra oreja, sin protestas. Y Talavante, en un toro con claras dificultades, aguanta con mucho valor y, aunque recibe dos avisos, el público le obliga a dar la vuelta al ruedo. La gente vuelve a salir enardecida.

No es fácil que Mario Vargas Llosa pase inadvertido en una Plaza de Toros: le persiguen los fotógrafos, le saluda y se hace fotos con él mucha gente.

«Castella me agrada»

«A Castella lo he visto muchas veces y me agrada». El primero es muy flojo, sale suelto, se cae: merecida bronca. No es fácil torear bien a un toro claudicante, que no transmite. «El trasteo es limpio pero el animal se va sin pena ni gloria». Le gusta a Mario la rosquilla tonta que le da un vecino. Le preguntan también por la situación de su país. Repito yo mi tesis habitual: la Fiesta está regular pero hay cosas que van mucho peor, en España. «Sin duda: confiemos que las elecciones lo aclaren». Y los dos coincidimos en el temor a los presuntos movimientos ciudadanos espontáneos.

El segundo pierde las manos en seguida, renquea. Buenas banderillas de Curro Javier: «¡Qué bien ha levantado los brazos!»

Lo va metiendo en la muleta pero el toro da para poco: «Muy templado, muy elegante. Pero el toro se va apagando, se queda completamente. Hay que matarlo». Y, esta vez, lo hace mal, con una estocada caída.

El tercero se llama «Facilón» y hace honor a su nombre. No transmite nada y cabecea. «El toro no daba para más».

A estas alturas, aburridos de toros flojos, hablamos de sus proyectos literarios: toma notas para una futura novela y prepara un ensayo sobre «La cultura del espectáculo» que nos rodea. Charlamos de la situación de la Universidad, del fútbol, de Peter Brook y el género chico...

Pero el interés crece en la segunda parte. El cuarto, de Juan Pedro, feote, levantado, pero: «Más toro». Mansea y se va a tablas.

Castella hace la estatua y lo llama de largo, desde el centro. Al final, consigue buenos naturales. «Ha estado bien valiente». Y el habitual arrimón: «Me acuerdo de Paco Ojeda, estuvo mucho en Lima». La oreja levanta fuertes protestas. «¿Es justa, no?»

También de Juan Pedro es el salpicado quinto, terciado. Pica bien Barroso y luce toda la cuadrilla: Curro Javier, colocando al toro, andando hacia atrás; Trujillo y Blázquez, con los palos. «Han estado espléndidos. Un matador, ¿conserva siempre la misma cuadrilla?» Depende, le digo, y le recuerdo el consejo de Joselito a Blanquet: un capotazo y fuera.

Manzanares enlaza templados muletazos con la derecha. «¡Qué precioso el cambio de mano!» El toro protesta más por la izquierda, derrota alto, pero acaba consiguiendo una serie de naturales impecables, que ponen de pie al público: «¡Precioso! Se cimbrea como una palmera. Tiene clase, elegancia...» Y la gran estocada pone en sus manos la oreja, sin ninguna discrepancia.

Muy empeñoso

Al salir el sexto, comentamos el lenguaje taurino y la hermosa expresión: crecerse en el castigo. «Así ha de salir ahora Talavante. Lo vi el otro día por televisión y me gustó mucho». El toro es rebrincado, saltarín, rajado, pero Talavante aguanta, se arrima. «Es muy empeñoso: le ha sacado una faena que parecía imposible". La espada impide el premio pero da una calurosa vuelta.

Las dos horas con Mario han pasado en un soplo. Lo ha pasado bien: «Ha sido una hermosa tarde». Sin llegar a lo que él ha cantado: «Algo tan intenso y enriquecedor como un concierto de Beethoven o un poema de Vallejo». Una señora le despide: Gracias, don Mario, también por ser aficionado.

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