Teatro

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Crispación en la pasarela

Día 30/08/2011 - 10.56h

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Para tener una idea cabal de lo que acontece en escena, convendría al espectador tener fresca en la retina la película de Luchino Visconti en que se basa este montaje tan brillante en lo estético como pomposo y hueco en su entraña. La descomposición de una familia de la aristocracia siderúrgica germana, que mueve piezas para acomodarse a los nuevos vientos políticos, y el ascenso devastador de la pesadilla nazi componen en paralelo una metáfora de la corrupción moral instalada en el alma de un país en el que, como sentenció Hitler al decretar la muerte de la moral individual, todo estaba permitido para quienes ostentaban el poder.

Esta aproximación teatral a la gran película dirigida por Visconti en 1969, cuya acción transcurre desde el incendio del Reichstag en 1933 a la noche de los cuchillos largos en 1934, tiene el acostumbrado sello grandilocuente de Tomaz Pandur, aplicado en amasar ecos del filme, un hatillo de destellos que a veces se refuerzan con didactismos innecesarios, como la escena que, por si a alguien se le hubiera pasado, se indica que Pablo Rivero lleva, como Helmut Berger en el original, el aliño indumentario de Marlene Dietrich en «El Ángel Azul». La atractiva propuesta escenográfica de Numen incluye una pasarela corredera que atraviesa el escenario, movedizo hilo heraclitiano sobre el que entran y salen enseres e intérpretes vigilados por un gran espejo cenital móvil, testigo de la lucha carroñera por el poder en el seno de la familia Essenbeck; hay también una pantalla en la que se proyectan grandes rótulos con frases rotundas y un nervioso rompecabezas compuesto por imágenes en blanco y negro de los actores y otras de documentales y películas.

La formidable iluminación diseñada por Gómez Cornejo y el vistoso vestuario de Angelina Atlagic completan el estupendo acabado estético de un montaje que Pandur despeña por los abismo de la crispación y el desorden, con el subrayado omnipresente de las notas del piano de Ramón Grau. Los actores hablan y se mueven como poseídos por un demonio iracundo y enloquecido que les hace gritar, agitarse y gesticular, a veces hasta extremos grotescos y/o caprichosos. Belén Rueda, por ejemplo, pasa a cuchillo un batallón de repollos, Manuel de Blas masculla sus parlamentos con torvo ademán de villano de guiñol, Fernando Cayo se baña en los tópicos del nazi perverso... Toda pasión es epidérmica, sin atisbo alguno de hondura y verdad, en este montaje de ritmo descoyuntado y fiebres frías, y en el que Emilio Gavira se luce, ataviado con traje de noche femenino y sombrero de copa, mientras canta el vals de «La viuda alegre».

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