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«Gladiator», desde Roma con ardor (guerrero)

J. C.

No debe ser casualidad que, en fechas próximas a la muerte de Stanley Kubrick (autor de, posiblemente, la mejor película de gladiadores de la historia, «Espartaco»), Ridley Scott recordase cómo se quedó prendado del lienzo «Pollice verso» («Pulgares hacia abajo»), original de Jean-Leon Gerome -que los productores de DreamWorks le habían mostrado como anzuelo ladinamente- y, con la bombilla de los domingos encendida, decidiera finalmente rodar «una de romanos» para despedir el siglo XX; justo él, que había puesto en pie el futuro más glorioso, lluvioso y gelatinoso con «Blade runner»...

Pero nada de un peplum a la antigua usanza y de cartón piedra, evidentemente: la idea era asombrar a las nuevas generaciones de cinéfilos palomiteros con toda una señora superproducción de cien millones de dólares, con 45.000 extras y rodaje en Italia, Inglaterra, Marruecos y Malta (donde se construyó una fastuosa réplica a escala 1/3 del Coliseo que costó un millón del ala). También hubo gastos inesperados, como los tres millones de dólares que costó «resucitar» digitalmente a Oliver Reed, que sufrió un infarto letal en pleno rodaje. «No todos los días se presenta la ocasión de reconstruir el Imperio Romano», se justificó Scott con toda la razón del mundo antes de ponerse manos a la obra.

Russell Crowe, sobrado

Todo ello, además de las toneladas de efectos especiales que se hermanaron con la tradición «analógica» con resultados tan espectaculares como la batalla inicial contra los bárbaros del Norte o los combates en la arena, tan realistas y feroces que dejaron huella en el protagonista Russell Crowe: se cortó una mejilla, se lastimó el hombro, se rompió un hueso en el pie y en la cadera... Y eso que tenía doble de escenas de riesgo (¿cómo acabaría él?).

Por suerte, el neozelandés gastaba cuerpo de puma (perdió 25 kilos a base de «dieta granjera australiana») y autoestima por las nubes (llegó a decir del manoseadísimo guión que tenía «mucha basura, pero como soy el mejor actor del mundo puedo hacer que incluso la basura suene bien»). ¿Cómo habrían resuelto la papeleta Mel Gibson o Antonio Banderas, los otros candidatos a interpretar al extremeño Máximo? ¿Hubiese logrado el actor malagueño el primer Oscar para un intérprete español, encima en el mismo año en que estaba nominado Javier Bardem por «Antes que anochezca»?

Lluvia de premios

Hablando de Oscar, no podemos obviar el dato de que «Gladiator» fue el segundo peplum en conseguir la estatuilla a la mejor película, 41 años después de «Ben-Hur». Además del premio gordo, le tocaron varias pedreas, como mejores efectos visuales, mejor diseño de vestuario, mejor sonido y, por supuesto, mejor actor (no lo incluimos como «gordo» por si se cabrea, que ya conocemos cómo se las gasta Crowe). Se quedaron fuera otros dos bastante cantados: el de mejor actor de reparto para un gran Joaquin Phoenix en la piel del maligno y criminal emperador Cómodo, y el de mejor banda sonora para Hans Zimmer (y eso que la Academia ignoró a Lisa Gerrard, coautora de la partitura). Si sumamos los casi 500 millones de dólares recaudados en taquilla, y el rebrote del género (no tardaron en ir llegando «Troya», «Alejandro Magno», «300», «Ágora», «La legión del águila», o la teleserie «Espartaco: sangre y arena»; incluso se habló de una secuela que, con criterio, no llegó a buen puerto, aunque viendo la sopa de berberechos cocinada por Scott en «Prometheus», cualquier cosa es posible) ya tenemos todo un clásico moderno que se resiste en envejecer, igual que Russell Crowe se resiste a dejar el kayak.

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