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historia

«El Vivillo», el penúltimo bandolero andaluz

De famoso asaltante de caminos pasó a ser picador de toros y terminó como hombre de negocios en Argentina

«El Vivillo», el penúltimo bandolero andaluz ABC

cristóbal villalobos

Siendo el décimo de dieciséis hermanos, o se andaba «vivo», o se moría de hambre. Así que Joaquín Camargo Gómez optó por la primera de las opciones, hasta el punto de que acabarían por otorgarle el pseudónimo que le perseguiría hasta la sepultura: «El Vivillo».

Corrían los primeros años del siglo XX cuando nacía en Andalucía., entre el hambre y el analfabetismo, una nueva hornada de bandoleros. Los últimos, ya carentes del romanticismo decimonónico, con un negro futuro que apuntaba irremediablemente al garrote o a la Guardia Civil. «El Vivillo» sería uno de ellos.

Una infancia de privaciones le llevaría a probar suerte como contrabandista en Gibraltar, tras huir de casa y malvivir en múltiples oficios. Hasta que el negocio del contrabando se puso peligroso y corrió a refugiarse a la Serranía de Ronda, dónde crearía su propia cuadrilla de malhechores, junto a otros como «El Soniche», «El Vizcaya» o «El Ignacio». Desde entonces se mezclaría su historia con su propia leyenda: entre la maldad y la generosidad, entre la culpabilidad y la inocencia.

Su fama comenzaría a forjarse entre asaltos y tiroteos por las sierras andaluzas, convirtiéndose, junto al «Pernales», en protagonista de los últimos, y más sonados episodios de bandolerismo en los alrededores de Estepa (Sevilla), hasta que las partidas de estos bandoleros fueron aniquiladas por la Guardia Civil. Hasta allí desplazó ABC un reportero, que legó a nuestro archivo la fotografía de las autoridades que dieron caza a estas bandas de rufianes.

Pero «El Vivillo», haciendo honor a su apodo, logró eludir el cerco de la Benemérita y escapó a la Argentina, donde sería capturado, como recogió este periódico en sus páginas del 22 de enero de 1908, siendo extraditado posteriormente.

Ya entonces era un personaje conocido, en un tiempo en el que la cultura popular se volcaba en un periodismo sensacionalista, ante el enorme interés que mostraban los lectores por la crónica negra y de tribunales. Un tiempo de reporteros, telégrafos, juicios sonados y sucesos. Una España de charanga y pandereta en el que era fácil imaginarse, como Machado, a un hombre de casino provinciano, al que sólo anima leer «la hazaña de un gallardo bandolero o la proeza de un matón, sangrienta».

Pero «El Vivillo», tras numerosas causas y juicios, saldría absuelto una y otra vez por falta de pruebas, iniciando una carrera a la celebridad, que tan familiar nos resulta en estos tiempos.

Se fue a Madrid en 1911, momento en el que sería retratado por este periódico como un «célebre aventurero». Aprovechando su destreza como caballista, empezó a ejercer de picador en la cuadrilla del matador de toros Morenito de Alcalá, trabajo que pronto dejaría para dictar sus memorias al periodista Miguel España, legándonos uno de los pocos testimonios autobiográficos existentes sobre el bandolerismo andaluz, reeditado hace unos años por la Editorial Renacimiento.

En esta obra, «El Vivillo» reconoce haberse ganado la vida como contrabandista, salteador de caminos, secuestrador o cuatrero antes de acabar dedicándose al noble arte de Cúchares, como ya hemos mencionado. La obra potenciaría, aún más, su fama entre las clases populares del país, pero decidiría volver a Argentina, esta vez acompañado por su esposa. La salida de España del «Vivillo», embarcando en el puerto de Málaga en el trasatlántico «Satrústegui», sería una noticia de primer orden recogida en todos los periódicos de la época.

Alejado de la delincuencia y de la fama, «El Vivillo» se convertiría en Buenos Aires en un respetable hombre de negocios, o al menos así rezan las crónicas, hasta el 16 de julio de 1929.

Ese día, herido de muerte por la pena de haber perdido a su esposa, el otrora bandolero sin escrúpulos no pudo aguantar su soledad e ingirió una solución de cianuro potásico, mortal de necesidad, que acabaría con su sufrimiento. Se marchó al otro mundo sin la popularidad que le había acompañado a ultramar, entre la indiferencia de los periódicos que lo habían encumbrado unos pocos años antes. Quedó su imagen en nuestros archivos.

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