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VIDAS EJEMPLARES

«YO FALLÉ»

LUIS VENTOSO

El error está en la naturaleza humana, pero ello no exime de las responsabilidades

IMPOSIBLE no apiadarse de Francisco José Garzón Amo. Un error fatal, una corta conversación por el móvil en el momento menos apropiado, y unos segundos después morían 79 viajeros. Jamás volverá a dormir con sosiego y toda su biografía futura será un constante rebobinar de aquel despiste letal. El maquinista Garzón, de 53 años, salió vivo del brutal accidente del tren que conducía desde Madrid a Santiago. Su imagen dio la vuelta al mundo: un hombre menudo, con el rostro ensangrentado, emergiendo ausente de aquel espanto de muerte y hierros retorcidos. «Yo fallé», ha repetido muchas veces. Los amigos del maquinista concuerdan en que se trata de una buena persona. Un gran tipo con un mal día. Una conversación con el interventor a través del móvil corporativo volteó su historia de la manera más atroz. «Yo fallé». Es cierto. Francisco José, al teléfono, no vio las señales de reducción de velocidad y entró a casi 190 kilómetros por hora en una curva limitada a 80. Un acelerón demencial cuando el convoy estaba ya a las puertas de la estación de Santiago. El caso se resolvió al instante, porque no admitía dudas: un claro error humano, una imprudencia reconocida por su autor, que provocó el peor accidente ferroviario de la historia de España.

Francisco José vive cerca de la estación de ferrocarril de La Coruña, en un barrio desangelado, consagrado al cuidado de su madre enferma y a masticar su dolor. Lleva una vida metódica, de madrugar mucho y recogerse pronto. No quiere volver a subirse a un tren jamás. Sus amigos, leales, intentan animarlo. Lo sacan a ver un partido de fútbol, dar una vuelta, tomar una caña… En Galicia nadie odia a Garzón, que solo inspira compasión. Pero no se hace justicia ni se cumple con la verdad cuando se divaga para no reconocer lo que ocurrió en Angrois: un ser humano falible, un maquinista, corrió demasiado y provocó una catástrofe. En lugar de asumir esta verdad, dura, pero simple, el juez, como tantos de sus colegas, se está gustando y ha querido convertir el caso en un juicio a la seguridad ferroviaria en España. Todo es mejorable. Si las medianas de las autopistas fuesen mucho más robustas, el camión que abrasó el martes a ocho personas en Cox (Alicante) tal vez no habría invadido el carril contrario y se habría evitado la tragedia. Es evidente que los frenos automáticos mejoran la seguridad ferroviaria, del mismo modo que si todos los pesqueros contasen con dobles cascos sufriríamos menos naufragios. Pero existen limitaciones presupuestarias, plazos… y sobre todo, nunca alcanzaremos el sueño de la seguridad absoluta. Es imposible conjurar todas las contingencias. Siempre habrá una tormenta insoslayable, un ataque terrorista indetectable y cruel, un despiste calamitoso, una imprudencia temeraria. Nunca dejarán de producirse shocks como el de ayer de Malí, que destrozan de manera imprevista el sopor de una tarde de julio. Pero eso no nos gusta, porque hemos arribado a una era infantil, alérgica a las responsabilidades personales y a rendir cuentas por nuestras acciones. Los sabios lo llaman relativismo. Es cómodo. Pero crea sociedades endebles, anestesiadas y de mal futuro.

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