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VIDAS EJEMPLARES

OTROS AGOSTOS

LUIS VENTOSO

La vida da un giro cuando se oxida la memoria de un padre o una madre

EN agosto la publicidad escasea. En las radios, por ejemplo, se emiten muchos menos anuncios, por lo que tiendes a reparar más en su contenido. Hay una cuña comercial que se repite. La voz protagonista es la de una persona mayor, un anciano enfurruñado, que se niega a irse de vacaciones con su hijo y su familia. El viejo regaña a su vástago. Dice que nones, que él no se va con ellos, que prefiere quedarse ingresado en una residencia, de la que habla maravillas. El anuncio deja una leve punzada de tristeza. La filosofía de los publicitarios es sencilla: se trata de promocionar una residencia de ancianos, y para ello se busca tranquilizar la conciencia de los hijos que internan a sus padres para poder descansar unos días. No es una práctica nada infrecuente, y a veces resulta inevitable. Casi parece loable, en una era de egoísmo, colesterol y perritos que van a la peluquería. Pero si haces el ejercicio de imaginar que tú eres el abuelo que ingresa en la estupenda residencia, el asunto ya no parece tan grato. Cuando te toque, porque eso siempre llega, ¿te vas a sentir muy alegre viendo cómo tu progenie, los chavales que has criado, te aparcan para irse a la playa sin el estorbo?

Una de las maravillas de este país era la integración de los ancianos en los hogares. Por fortuna no se ha perdido, porque la raigambre católica ha apuntalado la institución de la familia; y también, seamos francos, porque el abuelo-canguro viene muy bien para ahorrarse el sablazo de la guardería. Pero cada vez se arrumba más a los viejos. Se diviniza la juventud, que en los casos más ridículos ya alcanza la cuarentena. Se desdeña la experiencia. No hay paciencia para los movimientos morosos, las frases repetidas, las anécdotas sobadas. Las visitas menudean. A veces una simple llamada semeja un acto heroico. Tendemos a recordarlos en pleno vigor. Pensamos que siguen siendo los de siempre, pero el óxido del tiempo no concede indultos. Olvidamos rápido cómo se deslomaron para sacarnos adelante y nos sentimos autosuficientes por méritos propios. No conjugamos un final próximo, porque morirse no se lleva y los tanatorios se camuflan con estética de bingos. Pero un día alguien telefonea a sus padres y él, o ella, le responden así: «Oye, ¿y tú quién eres?». En ese momento, el mundo da un giro y es otro. De repente son vulnerables. Ha comenzado una carrera trágica e imparable: el regreso a la infancia previo al absoluto adiós. El hijo, adolescente perpetuo, aterriza de golpe en la edad adulta: ahora su padre es un niño, y él ya está al frente de la fila. La fragilidad a bocajarro. Los inabarcables problemas logísticos. A veces hasta hay risas involuntarias en el drama (aquella abuela de una novia que se metía en las clases de teórica de una academia de conducir pensando que estaba en Misa). Otras surgen atisbos de esperanza («hoy parecía la de siempre»). Muchas veces se llora en privado («con lo que él era…»). La indefensión los dulcifica. En las miradas, ausentes, tal vez un poco asustadas, se vislumbra lo que ya asoma al fondo: el ser desvalido que todos seremos cuando vuele el simulacro de las vanidades.

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