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UNA RAYA EN EL AGUA

EL PERRO DE DIÓGENES

IGNACIO CAMACHO

La libertad de expresión tiene un lado oscuro que confunde la respetabilidad de las opiniones con la del derecho a expresarlas

AL igual que Alfred Nobel creó sus premios a la excelencia por el complejo de culpa que le causó el devastador efecto de sus inventos explosivos, los dueños de Facebook o de Twitter tal vez deberían plantearse alguna iniciativa filantrópica que compense sus involuntarias contribuciones a la propagación de la estupidez y del odio. La de la trivialidad puede perdonarse porque es la base de la sociedad posmoderna, pero ya está fuera de toda duda que las redes sociales, tan útiles en el tejido de la sociedad de la comunicación, tienen un lado oscuro en el que aflora lo más siniestro de la condición humana. No hay debate de cierto relieve, global o doméstico –planetario o local si prescindimos de los anglicismos–, en que la democratización de las opiniones no acabe en apología o exhibición de nuestros peores sentimientos, desde el aplauso impune del crimen a la banalización del mal pasando por el fanatismo más enconado, la procaz brutalidad de la infamia o, como estos días a propósito del virus ébola, la exhibición egoísta y sectaria del miedo. La libertad de expresión tiene un reverso tenebroso que consiste en confundir la falsa respetabilidad de todas las opiniones con la del verdadero derecho a expresarlas.

Hay al respecto dos grandes corrientes de criterios contrapuestos; una benévola sostiene que las redes son neutras e inocentes, mero vehículo de expresión de una sociedad capaz de lo sublime y de lo más bajo, y otra más pesimista arguye que el órgano crea la función y que el acceso a la publicidad fomenta el peor instinto de la especie. Acaso ambas alcancen su cuota de razón cierta y la realidad más aproximada sea la de un cuadro desagradable pero veraz, en el que la universalización de los juicios libres descubre una comunidad tal solvente en lo tecnológico como moralmente desestructurada, que se exhibe en su mezquina desnudez ética con la desprejuiciada naturalidad con que los borrachos muestran su verdadera naturaleza. El retrato colectivo no sale muy favorecido: estadísticamente triunfan la irreflexión, la calumnia, el resentimiento y la ruindad sobre los valores cívicos. Tampoco es que resulte una novedad pero ese decepcionante paisaje, antes oculto bajo una cierta capa de honorabilidad o de respeto, duele más al verlo bajo la luz pública.

Por no caer en la melancolía antropológica casi es mejor pensar que acierta la teoría de causa-efecto, y que la posibilidad de irrumpir en cualquier debate promueve y multiplica el activismo irresponsable de los más malos o de los más necios. Porque de lo contrario estaríamos ante la desoladora constatación de una sociedad tan envilecida como evidencia esa degradante foto moral. Y sería de lamentable certeza aquella frase, atribuida a Diógenes, de que mientras más conoce uno a sus semejantes más cariño le toma a su perro. Mala perspectiva sobre todo para los que no tenemos perro.

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