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VIDAS EJEMPLARES

PARRILLADA

LUIS VENTOSO

El peligroso culto al sol no decae pese a todas las advertencias de los médicos

AUNQUE solemos desconectar cuando se explayan, conviene escuchar a las abuelas. En medio de su hojarasca de palabrería dejan caer observaciones muy lúcidas. Caminando por el paseo marítimo, mirando con escepticismo hacia la multitud catatonizada en la playa, la abuela se desmarca con una reflexión antropológica: «¿Quién inventaría esta cosa de tirarse ahí, manchados de arena, pasando calor, destrozándose la piel al sol?». Los médicos concuerdan. Cada verano arranca con un aluvión de consejos contra el cáncer de piel, que supone en España el 2,7% de los cánceres femeninos y el 1,5% de los masculinos. Son unas lesiones que están yendo a más y afectan cada año en el mundo a cinco de cada cien mil habitantes. Los dermatólogos reiteran sus mandamientos: aplíquense crema de protección alta y eviten exponerse al sol en las horas centrales del día. Pero la parrillada continúa. Los más entusiastas incluso prolongan la brasa en invierno, en la claustrofobia de los solarios, también desaconsejados.

Hay dos maneras de ir a la playa. La breve y entretenida; y la del rigor mortis. Bajar, pegarse un chapuzón, o una caminata por la orilla, secarse y retirarse es un despeje excelente. Bajar, estirar la toalla, barnizarse de crema (o ni eso) y quedarse clavado tres o cuatro horas bajo un sol atroz es un extraño concepto del placer. Como cada verano, hemos visto al habitual langostino de importación, feliz con su cuello rojo cuarteado y una espalda que es un retablo doliente. Seres de natural lechoso se someten a un martirio para alcanzar la tonalidad de la pantera rosa. Como salido de una playa de los 90, también pervive el Hulk inflado con anabolizantes, de un marrón alienígena, que rubrica su chabacana estampa de stripper con un tatuaje a lo mara hondureña. Y por supuesto, arrasa la secta de las incombustibles adoradoras del sol, inmoladas de doce a seis en el altar de Lorenzo.

«No pienso ir cuatro horas a la playa. Ni de coña. Y menos al mediodía. Y además es un muermazo», se arranca el pater familias con dignidad y valor. «¿Y me vas a dejar sola? ¿Te vas a pirar a leer el periódico al bar, a tomar cañas con tus amigotes todo el santo día? ¿Para esto hemos venido aquí? ¿Para estar en un bar?». Tras la batería de preguntas socráticas de su mujer, cuyo tono de piel es ya el de Oprah Winfrey tras solo tres días de costa, el tipo pliega velas, mira con melancolía la parra de la terraza del bar y arranca cabizbajo a despellejarse. En un último intento de protegerse del sol, abre con disimulo el maletero del coche e intenta pillar la sombrilla. Pero Oprah ya ha visto venir la jugada: «¡Sombrilla! ¿Pero para qué quieres llevar la sombrilla? ¿No has visto la predicción? Se va a nublar a la tarde. ¿De verdad vas a llevar la sombri-lla?». Oprah gana sin despeinarse. La sombrilla se queda en el coche. Ya en la checa de la arena, solo queda una última baza: crema a saco. «¿Pero ya estás otra vez con la crema? ¿No te parece que exageras un poco? ¿Para esto hemos venido a la playa, para aguantar tus paranoias con el sol? Anda, anda; ve a jugar a las palas con los críos...».

Noviembre, paraíso anhelado.

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