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EL NORTE DEL SUR

Exvotos

La Velá de la Fuensanta es el sitio en el que los políticos empiezan a zumbarse para iniciar el curso con maneras

RAFAEL ÁNGEL AGUILAR SÁNCHEZ

EL verano acaba en Córdoba justo en el momento en el que los políticos y los vecinos se tiran los trastos a la cabeza a cuenta de la Velá de la Fuensanta. Es todo uno volver de vacaciones y que al personal se le ponga cara de caimán. Así está todo el mundo, que le pega bocados al primero que se pone por delante. A la concejala de Fiestas Populares, por ejemplo. Se ve que no fue una lección suficiente que Rafael Jaén no tuviera más remedio que salir pitando de la plaza del Pocito porque la militancia vecinal se lo quería comer de puro cabreo. Ay, el caimán. Y los exvotos. Cuelgan de uno de los laterales del santuario de la Fuensanta para que los adolescentes con móviles se den al retrato artístico y para que los cronistas le pongan al fervor de distrito la música de la prosa. Si los exvotos hablaran dirían que aquello no es lo que era. Que el agua santa se ha podrido. Que se ha gastado de tanto usarla. Como el amor. Que el venero se ha secado y solo quedan las ganas de zurrarse. Con lo que la Velá ha sido. Un sitio tranquilo de toda la vida de Dios. Los niños con sus campanitas. Los jubilados con sus partidas de dominó. Las señoras con bastón merendando chocolate con churros en las terracitas de alrededor. Las chicas de la escuela de danza en el tablao, ya cuando va a anochecer. Los huevos duros del domingo por la mañana. La sardinada y las migas. Los concejales con traje y cara de sueño en la misa en honor de la copatrona.

Los políticos que se acercan en mangas de camisa, bronceados, sonrientes, con el curso por delante. Vienen unos de Los Boliches y otros de Marbella, unos de la parcela y otros del adosado. Se saludan como si los rencores de la política municipal, siempre ingrata, se los hubiera llevado el viento del levante o el que le da oxígeno a la candelas de los predios sin título de Alcolea o del Higuerón. Le estrechan la mano al presidente del consejo de distrito como si no pasara nada. Y fingen. Porque sí pasa. Porque ellos tienen la memoria llena de exvotos. De Gaspar Zarrías, por ejemplo. O de Magdalena Álvarez, por poner otro. O de un tal Borrego, que fue durante un tiempo el alcalde del barrio aunque en el Ayuntamiento hubiera otro. Eso es lo que te decía él si te invitaba a un café. Aquí manda quien manda y se cree que mandan quien se lo cree, añadía. Del colegio Cervantes hasta un poquito antes del Arenal hay trecho: pues todo eso era jurisdicción de estos señores del consejo de distrito. Entraba la Policía Local, pasaba Sadeco, iba un concejal a inaugurar una glorieta o a descubrir una fuente, la gente pagaba el IBI, pero todo era un simulacro. El poder de la autoridad municipal estaba domesticado. Entonces llegó el PP. Lío. Mandaron a Jaén y al poco tuvieron que ir a rescatarlo con Caracuel al frente de la expedición. El alcalde —el de verdad, no el del distrito— quiso recuperar el espíritu religioso de la fiesta. Lío. Le encargó la glosa pregonera a plumas de altura, gente lúcida. Más lío. Y ahí seguimos. Dándonos bocados. Ay, el caimán.

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