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UNA RAYA EN EL AGUA

EL SÍNDROME CALDERA

IGNACIO CAMACHO

El consenso sobre el aborto es casi imposible pero Gallardón no ha podido lograr ni siquiera el de su propio partido

LAS leyes que tienen un fondo de debate moral son aquellas sobre las que más difícil resulta establecer acuerdos porque las cuestiones de conciencia levantan barreras más altas que los prejuicios ideológicos. Parecía complicado, pues, que en el caso de la del aborto, reformada sin necesidad por Zapatero, el ministro Gallardón pudiese articular grandes consensos pero lo que no estaba previsto era que no lograse siquiera el de su propio partido. Acuciados por la delicada situación electoral los dirigentes del PP han orillado las consideraciones éticas y determinado que tras tanta promesa insatisfecha no hay por qué empeñarse en cumplir precisamente la más antipática. El pragmatismo de Rajoy va a cerrar el asunto dándole carpetazo con cierta displicencia; ni siquiera se molestará en retirar el proyecto porque técnicamente aún no lo ha presentado.

El cajonazo, como se dice en Cádiz, deja a Gallardón en tan claro desaire que anda rumiando la dimisión por los rincones del caserón de San Bernardo. El antiguo alcalde de Madrid sufre el «síndrome Caldera», aquel ministro zapaterista autor de una Ley de Extranjería tan impopular que su jefe lo destituyó por obedecerle. Los miembros del Gabinete son fusibles políticos que saltan cuando se recalienta el cuadro de mandos. Pero este presidente impávido no va a firmar un cese y tendrá que ser el interesado quien determine el alcance de su propia abrasión. Con casi todos sus planes bloqueados se siente desdeñado y solo, dos estados de ánimo incompatibles con su alto orgullo político.

Tal vez el error primordial del titular de Justicia resida en que, acostumbrado a ser dueño de su propia estrategia, no haya evaluado bien que por primera vez en su carrera no trabajaba para sí mismo. El aborto es un fenómeno de esencia divisoria, pura nitroglicerina política que Gallardón ha manejado con brusquedad impropia de su instinto. Se empeñó en una ley de nueva planta cuando podía haberse limitado a limar las aristas de la actual –la libertad de las menores para abortar sin permiso paterno, por ejemplo– y esperar la sentencia del Constitucional al recurso que le presentó… el mismo Rajoy, vaya por Dios. O simplemente haber derogado la vigente y volver a la del 85, sobre la que el tiempo había cuajado un consenso social sobrevenido. En vez de eso se lanzó con tanta honestidad como audacia a tejer un diseño propio, y se metió en uno de esos líos que suelen incomodar al presidente. Para colmo se dejó empantanar en los trámites sin darse cuenta de que los plazos electorales corrían en su desfavor. Al final se ha quedado sin apoyos, zarandeado por la izquierda y abandonado por los suyos; la clase de situación en que un político de raza entiende que ha llegado a una vía muerta. Es el sino de los versos sueltos, que en cualquier borrador se pueden quedar fuera del poema si el autor decide cambiar la métrica.

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