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LA FERIA DE LAS VANIDADES

ESPAÑA EN EL DIVÁN

FRANCISCO ROBLES

Sindicalistas y conservatas, sociatas y liberales repartiéndose las tarjetas negras y dándose mamporros como en el cuadro goyesco

DICEN los críticos que durante el Siglo de Oro —que en realidad fueron dos— se forjaron los dos géneros que España le dio al mundo: la mística y la picaresca. Tanto en la pintura como en la literatura. Desde los versos encendidos de San Juan de la Cruz, hasta los niños de la calle que pintó Murillo. Desde las andanzas de Lázaro de Tormes, hasta el éxtasis que Bernini sacó del mármol cuando buscó la esencia de Santa Teresa. Velázquez los unió en esa pintura de género donde el Cristo parecía uno de esos judíos que Rembrandt buscaba en Amsterdam para encarnar al Nazareno en toda su sencillez. Quevedo escribió de lo más alto y de lo más bajo. Y en las grandes obras maestras de la literatura española nos encontramos esos dos mundos enlazados en el crisol de la tragicomedia. La Celestina y el Quijote son la demostración palpable de nuestra seña de identidad como españoles: la locura.

Esa locura tiene a España postrada en el diván del ridículo. No corren tiempos para la enajenación grandiosa que sufrió el hidalgo que pretendía deshacer los entuertos con la adarga antigua, el rocín flaco y el escudero comilón. Todo ha cambiado, y hemos degenerado en un país friki donde se consume la mejor mala leche del mundo. Una auxiliar de clínica mordida por el virus del ébola se ha convertido en la carne de cañón que utilizan unos y otros para dirimir esas batallas propias de un guerracivilismo mamado a golpe de bilis.

Activistas que pretendían salvar la vida de un perro. Un tipo que pisa la raya del espectáculo cuando se asoma al balcón de un hospital con un cartel donde aparece su temperatura corporal. Un consejero de Sanidad que se pone en plan chuleta, como si esto fuera una pendencia tabernaria. Esa ministra del ramo que no sirve para nada, y que sigue agarrada al cargo mientras el presidente la aparta de un plumazo. Los profesionales del odio montando otro acoso al Gobierno, como en las horas y los días posteriores al peor atentado terrorista que sufrió España. Gente de toda laya y condición opinando sobre algo que ignoran, apostados en los mentideros mediáticos que han sustituido a los soportales y las plazas donde las lenguas se afilaban en los tiempos del Barroco. Demagogos a sueldo metiendo en el mal ajeno la cuchara podrida por el contacto con sus encías. Y mala leche a espuertas. Mucha mala leche.

Al otro lado de la tragedia, la vulgar comedia picaresca de las tarjetas negras que servían para que el presidente de un banco público, rico por su casa y su apellido, comprara botellas de güisqui o de tinto a costa de los ahorradores. O ese independentista friki que baja al sur —ellos hablan así, con esa xenofobia que los caracteriza— para provocar a los andaluces. La excusa es un programa de televisión donde la demagogia se reparte a tutiplén. Todo es televisivo. Tramoya barroca. El mísero teatro del mundo virtual en manos de un visionario con coleta. Sindicalistas y conservatas, sociatas y liberales repartiéndose las tarjetas negras y dándose mamporros como en el cuadro goyesco. Aguafuerte y aguarrás. Tragicomedia de esta España que se ha tumbado en el sofá para verse a sí misma en el esperpento y el espantajo del espejo que la refleja en las redes sociales y en la televisión. España en el diván. Erasmo de Rotterdam no podría escribir el elogio de esta locura.

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