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La vida entre horas de bronce

Manuel Soriano, hijo del último campanero, añora su época en la vivienda que hubo en la torre

La vida entre horas de bronce V. MERINO

POR L. M.

EN casa de Manuel Soriano habría relojes, pero poco hacían falta allí donde el bronce de las campanas marcaba las horas y hasta señalaba los días especiales. Manuel Soriano no entiende hoy cómo muchos se quejan de las campanas. Él y su familia, y sus antepasados durante varias generaciones, vivieron debajo de ellas, en la casa construida en el interior de la torre que ahora se ha abierto a los visitantes.

Muchos recordaban ayer cómo había que pisar el portal de esta vivienda para subir. Hoy no existe y Manuel Soriano, hijo del último campanero de la Mezquita-Catedral, subió ayer y recordó sus años. «Viví aquí hasta que me casé y poco después cerraron la torre por las obras», recuerda.

Se siente orgulloso de haber residido en un lugar tan especial y cuenta cómo «ser campanero, y también guarda implicaba vivir aquí». Como pasaba con muchos oficios tradicionales, la profesión se heredaba. «Mi abuelo, mi bisabuelo y posiblemente también mi tatarabuelo fueron campeneros porque pasaba de padres a hijos», relata.

Después de irse ha echado mucho de menos el sonido de las campanas, que apenas molestaba, ni a él ni a los vecinos. «Era agradable, y también el aire que soplaba con las palmeras», dice, mientras explica cómo la noche anterior, en que un temporal de agua y viento azotaba a la ciudad, se le habían venido a la cabeza aquellos tiempos, porque «el aire parecía que charlaba con uno», por la fuerza que alcanzaba en la altura.

Manuel Soriano ayudaba a su padre a hacer sonar las campanas de forma manual. Así, recuerda el doble de cepa, un repique especial que estaba reservado a determinadas familias o el largo repique de la procesión del Corpus Christi. «Mientras estaba la Custodia al alcance de la vista de la torre se repicaba, y también en la octava, que también salía», dice.

Y ocasiones extraordinarias, como la llegada del obispo Manuel Fernández-Conde, al que se le recibió «desde que se le veía llegar por la Cuesta del Espino hasta que entró en Córdoba». Hoy no es posible dormir arrullado por las campanas pero todavía hay quien lo añora.

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