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EL DEDO EN EL OJO

La matraca de género

La familia es la que tiene que educar en valores y afectos, no las administraciones y ni mucho menos los colectivos feministas

MARIO FLORES

EL problema, lejos de solucionarse, parece que no remite y aún se agrava. Me refiero a la mal llamada «violencia de género», ese constructo hipotético por el que se nos quiere colocar la idea de que la condición masculina, per se, es suficiente para (de manera natural y hasta genética) agredir, humillar o menospreciar a las mujeres (al común de ellas). Quiero hoy ser constructivo y aportar ideas, aún cuando penetre de lleno en el campo de lo políticamente incorrecto.

Se ha de partir de la base de que el «género» (que clasifica a las palabras en masculinas, femeninas o neutras) no puede agredir, como tampoco puede hacerlo el «presente de subjuntivo». Pero han sido ímprobos los esfuerzos que se han hecho para convencernos de que la guerra de sexos está más enconada que nunca y que existe una especie de designio de la naturaleza que hace de los varones unas armas de destrucción masiva de las que hay que protegerse: no estoy dispuesto a comprar esa trágala. Porque ciertas tendencias políticas, asociaciones financiadas y lobbys de presión se han encargado de colocar en el mercado ese producto estrella que tanto daño está haciendo a la sociedad. Y hasta la cuestión se ha tornado un tanto patológica cuando ahora se proponen detectar y perseguir una cosa que se ha dado en llamar «micromachismos», o sea, pequeñas actitudes, gestos y sutilezas que deben ser denunciadas pero que responde más bien a la «lógica» de una psicosis paranoica.

Tal vez sea el momento de declarar que la conducta de algunos hombres desalmados que agreden y asesinan a las mujeres no tienen sitio en esta sociedad y deben ser castigados con la máxima dureza, pero de hay a pretender que detrás de cada hombre hay un maltratador en potencia es pasarse de frenada.

Hemos llegado al paroxismo cuando se organizan cursos de defensa personal para mujeres o cuando se empiezan a adiestrar perros para que actúen con fiereza ante el potencial agresor.

Desde hace muchos años ha sido el Estado quien se ha encargado de poner sus manazas sobre esta cuestión y ha fomentado la subvención de todo tipo de programas, talleres y políticas de prevención en general que, como decía, no han solucionado nada sino todo lo contrario. Y justo ahí reside el problema.

Es la familia el lugar natural en el que se educan, entre muchas cosas, los valores y los afectos. Nunca puede ser un ayuntamiento quien proponga a los adolescentes «Amar de buen rollo» (actual campaña del Ayto.de Córdoba), ni la Diputación cordobesa, ni la Junta, ni el Gobierno Central, y ni muchos menos asociaciones feministas, partidos y lobbys de presión.

Sugiero devolver su papel a las familias. Otras soluciones se han intentado y ya vemos los resultados.

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