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PRETÉRITO IMPERFECTO

EL CABO SORIA, EN EL COLEGIO

Tal vez algún día, en un colegio cualquiera, alguien pudiera contar la historia de estos soldados de la paz

FRANCISCO J.

QUISO el destino citar a la paz a la misma hora en dos planos tan distintos, pero, en el fondo, tan cercanos. Mientras la gélida mañana en Cerro Muriano aún hacía más atronador el adiós dolorido que buscaba refugio en la esperanza, pese a la pena por el compañero perdido, en un patio de colegio cualquiera de Córdoba, la maravillosa inocencia de pequeños seres enfundados de blanco inmaculado brincaba y cantaba a los acordes de otro himno sesentero que imaginaba en sueños un mundo sin violencia. En el preciso instante en que la esposa del cabo Francisco Javier Soria acompañaba al féretro de su marido en la paradoja de la vida que despide a la muerte; y el silencio eterno espera al inconfundible sonido de una recién nacida..., en ese justo momento, una tenue voz contaba, en un recreo cualquiera, la historia de una adolescente pakistaní llamada Malala a la que el mismo fanatismo que segó la vida del cabo Soria en un lugar del sur de Líbano estuvo a punto de asesinarla en el Valle de Swat por defender algo tan obvio y simple como la posibilidad de que una niña pueda ir al colegio en las antípodas de nuestro mapamundi. Sin que su rostro padezca la ira del ácido o el castigo de la mano irracional.

Entonces, fue cuando otra voz más gruesa y sentenciosa, al otro lado de la ciudad, esta vez, golpeaba el recio mediodía de la explanada castrense con otra historia de héroes. Era la de un soldado español llamado Francisco Javier, de 36 años, y a punto de cumplir su mayor ilusión, la de ser padre. Ese triste miércoles, «no buscó su muerte, ni la halló por imprudencia, le llegó cumpliendo su obligación en su puesto», exclamó en tono ceremonioso aquella garganta de mando al paso erguido de las lágrimas contenidas.

Javier también defendía aquella desgraciada mañana el destino de niñas como Malala, en una realidad donde no hay sitio para el diálogo que tantos y tantos niños invocaban en un colegio cualquiera en este preciso instante. La historia del joven militar malagueño afincado en el Sector Sur no debiera caer en el olvido al que casi siempre enviamos la anónima labor de quienes han dado su vida por la de otros seres humanos en misiones de color azul. No sé si algún día, en un patio infantil cualquiera, esa misma tenue voz podría contar la pequeña historia de estos soldados de la paz a los que portar un arma pareciera restarles más argumentos que a quien enarbola la palabra como principal artillería para defender los derechos humanos o la vida sin violencia. Es esa hipocresía dogmática y propagandista de quienes día tras día aniquilan el sentido libre de la educación a base de política y doctrina. Ésa es otra batalla, desde luego.

Javier ya no podrá ver a su hija celebrar el Día de la Paz en un colegio cualquiera, pero alguien con buen criterio, y por supuesto su madre, podrá contarle a esa pequeña la mejor historia posible de un hombre al servicio de los demás. Y justo cuando revestida de blanco, con una minúscula palomita pintada en sus mejillas, también brinque, también cante y también escuche otros relatos de tiempos pretéritos y mundos distintos llenos de sacrificio, de dolor y de muerte en pos de la vida..., en otro patio cualquiera, podrá sentirse la más afortunada, aun en la desdicha, por el ejemplo que siempre le acompañará.

Alguien, en este recreo, acabó entonces leyendo un pasaje de «El Principito» de Antoine de Saint-Exupéry que decía: «Si queremos un mundo de paz y de justicia hay que poner decididamente la inteligencia al servicio del amor».

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