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PRETÉRITO IMPERFECTO

El Gran Capitán

Las historias de nuestros héroes provocan alergias mentales en el presentismo que huye de armar el relato positivo de lo que somos

FRANCISCO J.

Es muy probable que si Gonzalo Fernández de Córdoba «El Gran Capitán», hubiese sido anglosajón o francés, su estatua habría estado significada en multitud de ciudades y en manera grandilocuente en las metrópolis respectivas como icono del orgullo nacional. Su vida ocuparía los libros de texto en los colegios, y las novelas y ensayos sobre su figura se hubieran convertido en un obligado ejercicio de la industria editorial, y no en un romántico compromiso y una magnífica demostración —una más— de narrativa como la que nos acaba de regalar Pepe Calvo con su nueva obra asentada en los últimos años de vida del que es calificado por el propio historiador cabreño como «el mejor soldado» de todos los tiempos en España.

Cabría, además, la posibilidad de que la estela del irrepetible montillano hubiera sido tratada en esos otros territorios que cito como la de un nombre cargado de episodios e historias que elevarían la autoestima patria sin desvirtuar el relato de los acontecimientos. Como tantos otros hombres y mujeres de la historia española, de otro tiempo y otras coordenadas alejadas del buenismo y el acomplejamiento actual, que han sido relegados al desván del presentismo, donde la naftalina produce alergias mentales sin analizar la hondura de hechos y protagonistas sobre los que pudiéramos cometer la osadía de armar hasta un discurso en positivo, también, de lo que somos. Otra memoria histórica. No hay más que contemplar lo que recientemente ha ocurrido en Estados Unidos con la figura del político y militar madrileño Bernardo de Gálvez, héroe de Pensacola, a quien el congreso ha rendido honores al considerarle uno de los personajes que ayudó a su génesis como nación hace unos tres siglos. O baste seguir lo acontecido con Blas de Lezo, el marino vasco conocido como «Medio-hombre», y su victoria frente a la todopoderosa armada británica en el primer tercio del siglo XVIII en Cartagena de Indias. Tres mil hombres frente a más de veinte mil. Finalmente, tuvo su homenaje en Madrid. En el basamento de estos militares está, a buen seguro, el ADN del soldado moderno que fraguó Gonzalo Fernández de Córdoba, oriundo de los tratados caballerescos del Renacimiento (Diego de Valera), símbolo de la lealtad al Estado moderno, ejemplo de vanguardia e inteligencia estratégica (la infantería que logra vencer por vez primera a la caballería) así como valores nobles como el profundo respeto al adversario y enemigo.

Ítem más. Si preguntáramos en Córdoba por el Gran Capitán, podríamos encontrarnos muchas sorpresas. Además de algún reparo de la Junta de Andalucía al tratarse de un militar —eso no estaría bien visto por el talibanismo de la política educativa—, gracias a la labor de la base militar de Cerro Muriano y a la escultura ecuestre de Mateo Inurria que cumple un siglo de vida en el corazón de Las Tendillas con aires taurinos, el muestrario de las respuestas no sería tan escandaloso, pero seguiría albergando un reguero preocupante de desconocimiento. No es el único cordobés universal al que le pasa, aunque probablemente estemos ante uno de los más trascendentes de nuestro pasado.

Estamos en el año en el que se cumple el quinto centenario de la muerte del Gran Capitán en Granada. El soldado Gonzalo que recibió su sobrenombre de su propia tropa, y de cuyo comportamiento y talla sale una enciclopedia ética para los tiempos que corren. De virrey de Nápoles a alcaide de Loja, impertérrito ante las peores armas que no están en el campo de batalla: la política y la bajeza.

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