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DESDE SIMBLIA

UN MUNDO ANGUSTIADO

JOSÉ CALVO POYATO

Hoy, la Europa de nuestros días se pregunta por lo mismo que aquellos romanos angustiados

Hace unos días leía en una revista de Historia que hasta el próximo 4 de octubre estará abierta una exposición en los Museos Capitolinos de Roma, bajo el título de «La Edad de la Angustia, de Cómodo a Diocleciano (180-305 d.C.)». Este título se inspira en la obra de Eric Dodds: «Paganos y cristianos en una época de angustia» y en el poema «El tiempo de la Ansiedad» de Wystan Hugh Auden.

El mundo que se refleja en la exposición está presidido por una grave crisis espiritual que provocaba angustia en una buena parte de aquella sociedad a la que ya no servían los dioses en los que habían confiado sus antepasados. Las incertidumbres eran consecuencia de la pérdida de los valores que habían sido pilares fundamentales de la sociedad. Esa angustia les hacía plantearse preguntas que sus padres y abuelos no se habían formulado, al menos con la crudeza con que se las hacían en tiempo de Cómodo y de los emperadores que le siguieron hasta llegar al tiempo de Diocleciano. Cómodo hijo de Marco Aurelio, sucedió a su padre en el trono —algo que no estaba necesariamente establecido en las herencias de los emperadores romanos— y ese fue el mayor error del emperador filósofo, que se pasó media vida en el limes del norte tratando de contener la avalancha de los germanos. Con Cómodo se abrió la puerta de la decadencia que Dión Casio, historiador y conocedor de primera mano de muchos hechos que narra, sintetizó en una frase contundente: «El reinado de Cómodo marcó la transición de un tiempo de oro a otro de hierro y óxido».

Las gentes del tiempo que transcurre entre Cómodo y Diocleciano acudía a los arúspices y adivinos, siguiendo una larga tradición romana, no para preguntarle la fecha propicia para hacerse a la mar, iniciar un negocio, las ventajas o inconvenientes que se derivarían de contraer matrimonio.... Las cuestiones eran más trascendentales. Preguntaban si podían verse reducidos a la condición de esclavos, si podrían seguir cobrando su salario o se verían abocados a pedir limosna. Cuestiones inquietantes cuya formulación nos señala el temor por la viabilidad del mundo en que vivían.

Hoy, en la Europa de nuestros días y por supuesto en la España que forma parte de ella, es mucha la gente que se formula interrogantes que podrían equipararse a la de aquellos romanos que empezaban a percibir que el mundo en que vivían, su mundo, estaba seriamente amenazado. Hoy la pérdida de los valores que en otro tiempo forjaron el espíritu de lo que conocemos como Europa está en declive. Incluso hay quien hace mofa de ellos, como muchos romanos del siglo III lo hacían con sus dioses ancestrales. Hoy estamos inmersos en la dura competencia que soportan las manufacturas europeas de productos elaborados muy lejos de la vieja Europa —no deja de ser significativo que desde hace tiempo a Europa se la denomine vieja—. Muchos europeos critican los salarios que perciben esos trabajadores de lugares lejanos, les parecen miserables. Pero son muchos quienes compran esos productos elaborados en regímenes de esclavitud, algunos tienen el marchamo de marcas de relumbrón. Son muchos también los que se preguntan si el mundo en que vivimos es sostenible o está condenado a su extinción, al menos en la forma en que lo conocemos. Esos temores recuerdan a los que atenazaban a las gentes que vivían en el tiempo que refleja la exposición de los Museos Capitolinos de Roma.

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