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Jesús Cabrera - EL MOLINO DE LOS CIEGOS

La alerta naranja

El calor extremo de Córdoba es la novedad que nos visita cada año y que se amolda al terreno

Cada vez que la Aemet anuncia una alerta naranja para Córdoba es como si en las esquinas de la ciudad se clavaran los bandos que anuncian un estado de excepción que nos obligara a todos a refugiarnos en nuestras casas, con las persianas bajadas, sin dar señales de vida al exterior, porque durante una alerta naranja no hay vida alguna en el exterior, no debe haberla. El ronroneo, a veces fatigoso, de los aparatos de aire acondicionado , es el único hálito que nos hace sentirnos amparados por el destino cuando una obligación muy imperiosa nos fuerza a salir a la calle en esos momentos en que los gorriones caen agotados de los árboles. Es el recodo que Virgilio no le mostró a Dante en su recorrido por el infierno.

El calor extremo de Córdoba es la novedad que nos visita cada año y que se amolda al terreno como un guante porque siempre ha sido así. Hay sorpresa y hay reencuentro con las altas temperaturas , como si se iniciase una nueva etapa en nuestras vidas y la vez es el regreso al pasado más lejano, al de nuestra infancia, al de toda la vida, porque en él nos enfrentamos con toda verdad a lo que somos. Esta ciudad, tan comedida a veces, está hecha para la exageración del calor . Es el momento en el que cobra sentido esa Córdoba de siempre que la modernidad ha ido arrinconando por no comprender su refinamiento, adquirido a base de siglos, de gruesos muros, tupidos esterones, ventanas pequeñas, generosa vegetación y un amplio surtido de recursos hidráulicos para refrescar el entorno a base de fuentes, pilas, pilones y albercas. Es la resistencia frente a la devastación implacable de la luz y del calor.

Los antiguos, que sabían más que nosotros, mantenían una íntima conexión con el subsuelo, con esa tierra siempre húmeda y fresca de la que brota la vida a través unos arriates que llevan décadas en peligro de extinción no sólo en los patios que se presentan a concurso tan acicalados como una adolescente venezolana para ser Miss Universo, sino en las calles, plazuelas, en las barriadas más modernas, incluso en las parcelaciones donde el calor se combate con comilonas familiares. El arriate era la bocanada de vida por la que brotaba el naranjo y la parra, el jazmín y la dama de noche, como un desafío a la devastación del calor implacable, en aquellos veranos en que caían del cielo las pavesas de los rastrojos quemados en la Campiña . Ahora, prácticamente es un recuerdo.

El aire acondicionado es la reacción del cobarde a la alerta naranja . El conocimiento de las corrientes de la casa, cambiar de ubicación la cama, esperar a que el botijo sudara lo necesario, tener cerca la mata de albahaca, correr y descorrer el toldo en el momento oportuno, eran conocimientos que se transmitían de padres a hijos y que hoy están olvidados, pero que dieron su resultado en unas sociedades que no eran, ni mucho menos, tan pejigueras como la nuestra.

La alerta naranja es un recurso de la administración para poner nombre a algo más que conocido, y es el aviso admonitorio, el lavarse las manos ante lo que le pudiera pasar a quien incumpliera el decálogo oficial en las horas en que el gratinador está encendido a toda potencia a dos cuartas de nuestras cabezas. La alerta naranja no ha cambiado nuestras vidas ni ha enriquecido nuestras insustanciales conversaciones sobre meteorología , sólo nos adelanta algo que nuestros cuerpos, a base de generaciones adiestradas en el calor, detectan con toda precisión en el momento en que el sol comienza a alzarse en el horizonte. «Hoy va a caer una buena». Y no hace falta añadir más.

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