HISTORIA
La larga década prodigiosa de Antonio Cruz Conde que cambió Córdoba
La gestión del alcalde fue decisiva para la ciudad que hoy se conoce con reformas orientadas a la modernización de la capital

Estamos a principios de mayo de 1966. Está atardeciendo y unos turistas madrileños descansan en la terraza del Parador de la Arruzafa . Han llegado por la mañana temprano, procedentes de Sevilla, en un Seat 1500 último modelo. Entraron en la ciudad por el Puente de San Rafael: unas placas de mármol, colocadas en el pretil, recordaban que fue inaugurado por Francisco Franco en 1953. Ya en el otro lado del río, vieron un triunfo de San Rafael , el más reciente de los erigidos en la ciudad.
Pocos metros después, a su derecha, estaba la muralla. No sabían que lleva pocos años restaurada: delante de ella, un ancho cauce de agua evocaba los antiguos fosos defensivos. Tras una curva abierta se dejaba ver la Puerta de Sevilla . Había movimiento de gente, pararon el coche y se asomaron: les llamó la atención el monumento al poeta árabe Ibn Hazm, autor de « El collar de la paloma », obra cumbre de la poesía erótica hispanomusulmana; la estatua había sido inaugurada en 1963 y ya formaba parte de la imaginería cordobesa de las postales Escudo de Oro . Frente a la estatua, en la explanada que se abre paralela a la muralla, había personas vestidas a la usanza de mediados del siglo XIX; también cámaras y focos: se estaba rodando la película El primer cuartel . La ciudad de Córdoba lleva unos años intentando abrirse un espacio en la promoción turística de España, y la apertura a las producciones cinematográficas es una de esas puertas.

Siguieron su camino. Ante ellos se extendía, larga y ancha, la avenida del Conde de Vallellano . Muchos cordobeses, incluso, habían llamado «exagerado» a Cruz Conde, el alcalde que la mandó abrir, porque pensaban que una ciudad como Córdoba no necesitaba tan amplias calzadas . La avenida termina ante un edificio moderno sobre el que pudieron leer « Hotel Córdoba Palace »: se había inaugurado en 1956 era, junto con el Parador donde se alojarían, puesto en servicio en 1960, el alojamiento de referencia para turistas de alto poder adquisitivo. Lo dejaron a su derecha y aparcaron el Seat 1500 en el Paseo de la Victoria.
Cumplieron la preceptiva visita a la Mezquita-Catedral , y después de admirar el bosque de columnas y refrescarse con la frescura del Patio de los Naranjos compraron, en una tienda de recuerdos, dos guías de Córdoba, la de Ricardo Molina , editada por primera vez en 1953, y la de Salcedo Hierro, titulada « Córdoba y la Mezquita » y más reciente: apenas lleva un año en los anaqueles. En ambas vieron una foto de la Calleja de las Flores , y a ella se dirigieron. El color rojo de las gitanillas provocó en sus retinas una explosión de color al contrastar con el blanco de la cal, el ocre de las macetas, el verde de las hojas, el oro viejo de la torre y el azul del cielo.

Almorzaron en el Mesón del Conde (hoy es el restaurante Bandolero), un palacio renacentista reconvertido para la hostelería muy poco antes, y decidieron pasar la tarde sin moverse del casco histórico. Dieron un paseo por la Judería, perdiéndose en el laberinto de callejas encaladas. Se recorrieron el Zoco Municipal y entraron en el Museo Taurino -«Museo de Arte Cordobés y Taurino» de nombre oficial por entonces- les permitió conocer un poco a los Califas y respirar hondo ante la piel de «Islero», el toro que mató a Manolete . Un año después se celebraría el 50 aniversario del nacimiento del torero y el vigésimo de su muerte, y ya se hablaba de la conmemoración. Para el día siguiente dejaron la visita a su monumento frente a Santa Marina , levantado en 1956 y del que no podían saber que unos años después, en 1969, sería incluido para su desgracia en la « Anthology of the bad taste », una antología del mal gusto publicada en Londres.
En la puerta del Alcázar se toparon con un grupo de escolares que, acompañados por sus maestros, iban a ver las colecciones arqueológicas: sólo diez años antes, gran parte de los mosaicos del salón al que dan nombre -entre ellos el de Polifemo y Galatea- dormían el sueño del olvido en el subsuelo de la Corredera . En la explanada aneja a los jardines, se estaban levantando tribunas y escenarios para los « Festivales de España », una iniciativa de promoción turística y cultural que no tuvo parangón ni continuidad.

Salieron de la Judería por la Puerta de Almodóvar , y vieron la calle Cairuán muy animada: asomada a los estanques, una cruz de flores se asomaba a la calle Cairuán . La habían instalado los socios de la peña Los Almanzores, cuya sede estaba en la taberna Casa Rubio. Detrás, hierático en bronce modelado por Ruiz Olmos, se erguía la estatua de Séneca , levantada un año antes, en 1965, con motivo del XIX centenario de la muerte del filósofo, y financiada por Manuel Benítez «El Cordobés», entonces en la cumbre de su fama.
Miraron el panorama de la ciudad desde la terraza del Parador. Las luces iban posesionándose de Córdoba. Les había gustado la ciudad, pero seguramente no sabían que, salvo la Mezquita-Catedral , nada de lo que habían visto estaba como lo habían visto tan sólo quince años atrás. Córdoba había cambiado mucho, y para bien, en los años de Antonio Cruz Conde como alcalde.
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