«Mairena sinfónico», la gran traición al testamento mairenista
El músico y productor Jesús Bola, con el permiso del heredero de los derechos del cantaor, usa la voz del genio para hacer un disco sobre lo que éste denominó «corrupción del cante»

Acaba de publicarse un disco que va a encender los foros flamencos. «Mairena Sinfónico». La voz original de Antonio Mairena, dios de la llamada «pureza», sacada de su contexto y acompañada por la orquesta de Bratislava. En su obra «Mundo y formas del flamenco» realizada con el poeta cordobés Ricardo Molina en 1963, el egregio cantaor de los Alcores escribió lo siguiente: «Naturalmente que al cante sólo convienen tocaores penetrados de su misión, que es la de acompañar y nada más. Toda desorbitación o aspiración que rebase ese papel es injustificable. Respecto a la tendencia al concertismo, nada tiene que ver con el cante ni con sus problemas».
Ése fue su compromiso ideológico, basado en un polémico concepto gitanista que él denominó «razón incorpórea», que ha tenido millares de detractores y otros tantos defensores, y que se cimenta sobre su defensa acérrima de la tradición flamenca y su enfrentamiento encarnizado contra toda transgresión o «corrupción» del cante. Mairena llamaba en sus conferencias a esa tendencia «ambición comercialista» y, para explicarse con mayor claridad, siempre recordaba la letra de los tangos con los que se dio a conocer en la herrería de su padre ante el bailaor Faíco en 1920: «No me queda más herencia / que una guitarra y un pandero, / un borriquillo y un caldero / y arriba la providencia». Guitarra y pandero. Nada más. Por eso la obra sinfónica que ha dirigido Jesús Bola, excelente músico y productor, utilizando los cantes viejos del maestro sevillano es un soberano disparate desde todos los puntos de vista. Porque más allá de su resultado, es una intervención ilegítima en la obra de un creador excelso, aunque paradójicamente sea legal porque cuenta con todos los parabienes de su sobrino, heredero de su legado. De alguna manera, «Mairena sinfónico», disco editado por la casa Universal, supone un ataque al testamento que se encargó de dejar el propio Antonio Mairena, por muy equivocado que éste pudiera estar. Pero, siendo eso lo peor, tampoco sale vivo este engendro de cualquier análisis musical serio. Podría decirse que esto es flamenco de la oveja Dolly. Un experimento de laboratorio que, como tal, supone la segunda gran vulneración de las esencias mairenistas, basadas en una cultura del directo que impregna toda su obra de una sensación de verdad incalculable. Mairena era un estudioso que preparaba sus discos al detalle. Ha llegado a ser acusado incluso de ser frío por ello. Pero, una vez diseccionados los cantes, siempre los grabó de un tirón, auxiliado en la mayor parte de los recogidos en este disco por el toque insuperable de Melchor de Marchena. Tercer gran agravio. Los autores de la obra sostienen que con la orquestación sinfónica se engrandece el cante de Antonio. Malditos sean los complejos. ¿Acaso el flamenco es inferior a la música clásica? Es sólo distinto. Y Melchor, en la tarea de acompañar al cante, es insustituible. De hecho, una de las consecuencias más llamativas de eliminarlo de las grabaciones originales para poner a la Bratislava Symphony Orchestra a secundar al maestro es que el cante colosal de Mairena queda, aunque pueda parecer una contradicción, completamente desguarnecido en demasiadas ocasiones. Se le ven las costuras. Los pequeños desajustes de afinación en la romera, por ejemplo, han salido a la luz porque le falta el sentido rítmico que esa grabación tiene en su original. Las voces de jaleo de Juan Barcelona y Paco Valdepeñas están desubicadas, cortadas y pegadas como un pastiche. En un supuesto directo, ¿dónde se sentarían para decirle «viva el cante gitano» al genio? Es pura artificialidad en torno a un cantaor que siempre pretendió ser exactamente lo contrario.
Y ahora vamos a lo más indignante: esto no es ni siquiera una orquestación. Es, casi todo el tiempo, un ejercicio de emulación de la guitarra. Una sustitución flagrante. Puestos a vulnerar la idiosincrasia mairenista, podrían haber innovado de verdad porque, de esta forma, el resultado es coplero. La soleá del Mellizo es la mejor prueba. Está desprovista de toda su cadencia y se convierte en una especie de zambra. Y lo mismo le pasa a la caña y a los tangos de los Caracoles, una de las obras maestras de Antonio. Pero sobre todo esto se acredita en la bulería de Lebrija. Hay incluso «rarezas» rítmicas en ese cante. Sin embargo, el colmo está en la debla y la toná. En todas su obras —«Mundo y formas», «Las Confesiones»…— Antonio Mairena se hartó de decir, hasta que le doliera la boca, que esos cantes carecían de acompañamiento instrumental porque tenían su origen en lo que él denominó «etapa hermética» de los gitanos, un tiempo de desnudez que se empeñó en rescatar. Más allá del escaso rigor que pudiera tener esta afirmación, esa era su apuesta estética. Meterle una orquesta a Antonio en esos cantes es por tanto una herejía mayúscula. Lo han hecho otros muchos artistas motu proprio con resultados dispares y dentro de una legítima línea evolutiva en la creación jonda. Pero Mairena no sólo nunca lo hizo, sino que defendió que no había que hacerlo. A nosotros nos puede gustar o no, pero no somos nadie para manosear su legado. Por eso esta obra va a traer cola. Porque traiciona a su autor original y porque, además, para qué darle más vueltas, es excesivamente mala. Un rotundo bodrio que maltrata, no sólo como creador, sino incluso como intérprete, a uno de los más grandes cantaores de todos los tiempos. Al describir la «corrupción del cante», Mairena le dijo a Alberto García-Ulecia en sus «Confesiones»: «¿Cuál es la causa de esta actitud? Según parece, la vanidad, el afán de sobresalir o de presentarse como innovadores, con todas las aparentes compensaciones externas que esto trae consigo durante un corto espacio de tiempo, es decir, hasta que las aguas vuelvan a su cauce y se los trague su propia trampa». Este párrafo es tal vez la mejor crítica a esta tropelía que han cometido contra sus propias creencias treinta años después de muerto y de gusanos «comío».
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