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Israel, sin límites

«Fla.co.men» el nuevo espectáculo del bailaor, se mete en el flamenco más jondo rompiendo moldes

Israel, sin límites Vanessa GÓMEZ

MARTA CARRASCO

No tiene límites, no los pone, no los necesita. Israel Galván ha traspasado los límites porque puede, o simplemente porque su genio quiere más y nos lo regala. Decía que no bailaba feliz y que Patricia Caballero ha sido su médica del baile. Pues nada, lo ha curado de lo que sea.

«Fla.co.men» es un paseo por el flamenco más jondo de Galván, pero eso sí, a su inconfundible forma de entender el arte. Se enfadó un día El Bobote porque lo llamaron bailarín contemporáneo, y tenía razón Bobote en mosquearse porque Israel es el más flamenco.

Desde el minuto uno se nota que Israel ha encontrado un nuevo punto de libertad. Sin la timidez de otras épocas, con el desparpajo de la actual, exhibe su lado más divertido y actoral, mientras Eloísa Cantón (intérprete múltiple), traduce al inglés frases que casi canta Galván como «¡quieto ahí!» o «mi madre no es tan gitana». dice, mientras lee delante de un atril. Y sigue Galván, con sus manos, sus pies, su boca, su escorzo, embutido en un corsé que casi feminiza su cuerpo. Coge una bota blanca de cerámica, la toca, baila, la hace sonar... y la rompe. Premonitorio, luego quedará descalzo.

Galván es el centro de este universo de talento en el que todo el mundo pertenece a todo el mundo. Se ha hecho dueño de este escenario donde parece actuar como un maestro ceremonias o mejor como un ilusionista que todo lo transforma. Nada es lo que es.

Tomás Perrate hace en esta obra su propio descubrimiento. Con su peculiar voz, lo mismo entona como un bajo de «godspell» que canta los vocablos imposibles prestados de «Lo Real», para pasar luego a los «Alfileres de colores» de Diego Carrasco.

David Lagos es el contrapunto. Llega a Cádiz uniéndose a Israel en unas alegrías «guadianeras» donde Galván impulsa su cuerpo usando la percusión de los bombos para rematar, volver y permanecer. Momentazo de ambos, y del xilófono que perfila la alegría nota a nota. Caracafé es la flamequísima guitarra de la obra. Israel le sigue físicamente por el escenario. El guitarrista juega con su guitarra, la exhibe al público, y luego la lleva a la soleá.

En el escenario suenan el violín, la flauta del Gastor, los timbales, el saxofón, el xilófono...Pero no se engañen. No hay nada que no sea flamenco. Desde el martinete a la seguiriya, los cantes de Huelva, alegrías, sevillanas, bulerías.... no se para en este universo galvánico en donde hasta el timbalero sale por «bulerías corporales» a la vera de Galván que le da en seguida la réplica.

No hay una sistema de notación coreográfica para la riqueza creativa de Galván. Habría que inventarlo. Rinde homenaje a Morente, a su padre; baila la alegría partiendo desde la antigua jota, y llama a todo el elenco que se apresta bajo la flauta a bailar un fandango del parao, esos que danzan los hombres en el Andévalo, cruzando los pies, haciendo el paso lateral de la jota y por fin, cuando todo parece rematado, suenan las sevillanas. Los hombres se sitúan enfrentados para bailar sin el bailaor. ¿Y Galván? Sale, y ¡cómo!, ataviado con un vestido de flamenca blanco de lunares rojos y mientras el resto baila, él empieza a girar sin resuello hasta que cae al suelo en medio de todo.

En 1998 Israel Galván estrenaba en el teatro Lope de Vega «Zapatos rojos», una obra que inició lo que hoy es su forma de entender el flamenco, desde la mirada de sus maestros: su padre, José Galván, Mario Maya y Manolo Soler. Ahí están sus raíces. Anoche volvió al mismo escenario para purificarse, sentir que puede bailar en libertad, porque no tiene más límites que los que su propia creación quiera crear, y crea muy pocos.

Israel Galván ya no sufre bailando, y tampoco tiene que intentar que le entiendan. Ha encontrado su nirvana y por fortuna lo comparte, no sólo con el público, sino con los artistas que lo acompañan. El universo Galván se ha renovado y por muchos años. Amén.

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