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Ni sombra de Mayte Martín

El homenaje a los muertos del cante de la catalana se quedó en una amarga lucha contra sí misma porque siempre cantó a media asta

Ni sombra de Mayte Martín j. m. serrano

alberto garcía reyes

Aponerle flores a los muertos del cante vino sólo su sombra. Un trampantojo. Mayte Martín no es eso. Es una cantaora segura, firme como las columnas de la Alameda, dura como las piedras. Pero ayer perdió su centro. Se arrojó al mar de la duda. Y se le oscureció la voz. Quiso acordarse de todos los ecos antepasados que ahora no logran atravesar las lápidas abandonadas de sus cementerios y no logró exhumar ni un arrebato de coraje. Ni uno. Los campanilleros con barniz de la Niña de la Puebla, en ningún caso de Manuel Torre, cuando podía haber hecho memoria de los dos, desvelaron su incomodidad. El arañazo que tenía en el cristal de bohemia que hay en su garganta. Se envolvió en la rueda de ese cante, una letra tras otra, y no venció a su estado de nervios, encomiable en una artista de su poso porque delata el respeto que le tiene al santuario de tablas que pone de rodillas a todo dios. Pero esos temblores nunca pueden ser tan evidentes. Por eso estaba vendida. Perdida. Ensombrecida. Y por eso cantó «La Tana», aquella zambra de Carmen Amaya con Sabicas en el Sacromonte, al trantrán de los tangos. Siempre trastabillada. Con las guitarras haciendo la «Gitanería arabesca» de Ricardo. Y ella de pie. En tributo a la persecución de la ópera jonda, que no se llamó así porque los cantaores hicieran trinos, sino porque Vedrines, el mayor representante flamenco de entonces, se dio cuenta de que las variedades tributaban el diez por ciento y la ópera el tres. Así que le puso «Ópera Flamenca» al cante como ayer Mayte le había puesto el título a su recital. Que hizo mirando el atril. Triste atril. No se puede honrar a los muertos de verdad leyendo. Hay que habérselos metido dentro. Y eso sólo pasó en la petenera con entrada mexicana de la Niña de los Peines y en la guajira de Valderrama, que fue el único cante, ya sentada, en el que la cantaora se rompió.

Luego vino un popurrí. Síntoma de que no estaba por allí la artista grande que se anunciaba. El cante es así. No está vestido a todas horas. Y si tengo que ser sincero, todo esto que escribo en realidad es un elogio a la catalana, que tiene tanta sensibilidad que a veces falla. No es maquinal cantando. Buena cosa. Hay que ir a verla siempre. Porque a veces se destroza y a veces, como anoche, pierde el hilo. Se va. Los tientos y tangos de Pastora fueron un vaivén de vacilaciones. No tenía pulso. Hablaba demasiado porque le estaba estorbando el cante. No tensó el bordón nunca. Y ni José Luis Montón, que es un guitarrista de tronío, ni Juan Ramón Caro tuvieron recursos para echarle una mano. Incluso experimentaron metiendo una rueda de seguiriyas en los tangos. Ella había dicho que se iba a acordar de la divina Pavón, de la Repompa, del Cojo y de Joselero. Se lió. Se fue para Extremadura para pasar tormentos en su afinación. Y luego regresó otra vez a la Puerta Osario. Si su intención era reivindicar a los viejos monstruos olvidados, podría al menos haber ordenado su obra para que tuviera más sentido. Donde más claro se vio este desajuste fue en la bulería. Caro le tocó sin ángel ese rosario de letras sin nexo. Primero Rafael Farina en su oda a Carmen Amaya. Después Caracol al compás del martillo. Luego el Padrenuestro de Manolito de María. Dale más despacito, tocaor. De ahí a «María de las Mercedes». Y de remate el «Compromiso». Mayte seguía sin firmar un documento. Rara. No estaba a gusto. Quizás sólo se machacó en el fandango abandolao de Granada, colofón de una pieza que empezó con la serrana y pasó por la bambera.

Duró poco. El fandango marchitó la flor que traía. Hilvanó el choquero de Jaraqueño con aquel que grabó antes que nadie Camarón y popularizó Morente. Y luego se fue a Santa Eulalia. Y acabó con el del Carbonerillo. Sin ligazón. La pena grande es la pena que no se puede llorar. Y Mayte Martín anoche no lloraba por mucho que viniera a cantarle a los muertos. Cantó a media asta. Tuvo alivio en la milonga de Atahualpa Yupanqui por el Río de la Plata. Y en la sevillana final de Pareja Obregón. Y unos sollozando, otros en silencio, de la triste alcoba todos se salieron. Esta cantaora es becqueriana hasta en esto. Volverán las oscuras golondrinas a anidar en su garganta, pero aquellas que murieron trinando en el olvido, las que hicieron del cante un monumento, ésas no volverán. Volverá Mayte. Dolores la de la Puebla no. Por eso este rato de débil memoria se escribe con la estrofa final del poeta: «Tan medroso y triste, / tan oscuro y yerto / todo se encontraba... / que pensé un momento: / ¡Dios mío, qué solos / se quedan los muertos!».

La única manera de cantarle a ellos es poniéndose la muerte en la boca. Que en Sevilla no es sólo llanto despavorido. También es la miel del Cristo de Susillo en el camposanto cayéndole por los labios. La misma miel que tiene la catalana en su paladar cuando canta ella y no su sombra.

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