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La reserva atlántica

En el municipio de Galicia con más kilómetros de playa, los delfines saltan frente a un castro celta con más de 2.000 años de historia

La reserva atlántica abc

luis ventoso

En 2001, Zapatero veraneó en Porto do Son. No entendió nada y nunca volvió. Cierto que quien lo trajo no colaboró: los Zapatero fueron instalados en un bloque feísta en la salida del pueblo. Veranear en el Son exige dejarse ir y la oferta hotelera no es de copete. Pero es el mejor lugar de Galicia. Y perdonen la hipérbole, pero los ancestros obligan.

-Xiromo, ¿non vas ao mar?

-Non, estou reparando.

Aquella terrafa, el barco del día del primo Jerónimo, pasaba más tiempo en secano que en el mar. No parecía un dechado de estajanovismo. Pero un día me llevó a los pulpos. Fue en las rocas, bajo la iglesia de la Atalaya. Allí se forma una piscina natural y desde arriba se vislumbra toda la boca de la ría. Xiromo-Jerónimo sacó el bicheiro y comenzó a hurgar en las pozas a tiro fijo. En media hora llenó el cubo. No le hacía falta ir al mar. Lo respiraba. Luego me enseñó a mazar los pulpos. Te sentías experto y salvaje.

Chicho tenía un taller de motos makoki, justo frente a la cocina de tía Paca. El primo Carlos se fugaba allí cada día. Pringarse de grasa con las Derbi C-4 era su paraíso. «Caaaarlos», vociferaba la tía para rescatarlo del taller a la mesa. Luego Chicho emigró a Mallorca, tuvo un hijo y lo amamantó con aceite de moto. El chaval se llama Jorge Lorenzo. Es un piloto atrevido. A veces cae por el Son a rastrear su infancia.

La playa de As Furnas es kilométrica, con pozas de fondo verde y una laguna junto al pinar. Un día Ramón Sampedro se tiró allí de cabeza. Su tragedia daría la vuelta al mundo. Inhalando la salitre de As Furnas en el verano atlántico nunca querrías dejar el planeta. Pero Ramón no pudo más y eligió marcharse. Se entiende, aunque...

El castro de Baroña se levanta sobre el mar, pasado un istmo de arena. Son las ruinas celtas -o más o menos- más hermosas de Galicia (y aquí no hay hipérbole). Allí, con una lata de Estrella, aguardamos la epifanía de los delfines. «Os arroases» los llaman los sonenses, que sesean como argentinos. Si el brillo de los lomos grises en Baroña te pone en modo new age, hay más: en una fraga cercana se yergue un pequeño puente romano y en la sierra verde del Barbanza cae la cascada de Xuño. Parajes de «Excálibur», o del Cara de Plata del barbanzano Vallé-Inclán. El déjà vu se acrecienta con los caballos panzudos, libres en los bosques flagelados (ay) por los pirómanos.

El Son, en la espléndida ría de Noia, con sus 25 kilómetros de costa, es el municipio gallego con más playa. Todas. Concurridas y solitarias. Urbanas y de pelota picada. Siempre con agua tonificante (eufemismos: está helada). Caveiro, A Guieira, Fonforrón, Arnela... en la toponimia ya resuena su encanto. La Xunta ha levantado un nuevo puente en la ría. Las playas interminables serán asequibles para el turismo masivo. Bueno para la economía. Malo para los poetas.

Desde las terrazas de los muelles de O Son y Portosín, donde todavía venden bocatas de pulpo, el sol se hunde en el mar, a la sombra de Monte Louro. Sobra el Instagram. Ese crepúsculo se aloja dentro.

Llueve, ventea, el agua está fría y no hay hoteles finos. No se preocupen. Déjennos solos en la penúltima reserva.

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