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Retrato de los García Lorca en tiempos de crisis

Manuel Fernández-Montesinos, sobrino y portavoz de la Comunidad de herederos de Federico García Lorca desde 1976, no quiere ver, no, el azadón judicial escarbando en la fosa donde fue fusilado su tío, cerca del manantial de Ainadamar (en árabe «Fuente de las lágrimas»), camino de Víznar a Alfacar, en Fuente Grande. «A mí me parece muy bien que se averigüe, pero en el caso de mi tío no hace falta ninguna averiguación. Está todo perfectamente explicado. El sitio donde supuestamente está mi tío y toda aquella zona ha sido siempre un lugar consagrado laicamente. El que quiera reza, el que no medita, el de más allá se sienta, el otro piensa... ¿Qué más homenaje a Federico García Lorca que eso?» La Audiencia Nacional ha desautorizado el azadón del juez y por el momento ha paralizado la apertura de la fosa. «Como eso está ahora enmarañado, que apliquen la ley lo mejor posible», despeja un hombre cabal y un sobrino que vela y se desvela por su familia: «Yo no soy antisistema. El Estado de Derecho me parece bien. ¡Gracias a Dios que hemos vuelto a tenerlo!».

Manuel Fernández-Montesinos vive con tres rosas de Alejandría en una pequeña colonia de Madrid. Disfruta de una casa con patinillo en el que han crecido en estos años dos hermosos cipreses, un magnolio cuajado de flores, un lilo y, con algunos esquejes traídos de la Huerta de San Vicente, un macasar, un granadillo, un limonero que no da limones y un jazmín, entre macetas de aspidistras, geranios y pendientes de la reina.

Esta paz no la encontró en aquella España de incivil guerra su abuelo, y padre de García Lorca, Federico García Rodríguez, que erguido contra la barandilla del trasatlántico «Marqués de Comillas», en Bilbao, agosto del 40, masculló: «No quiero volver a ver este jodío país en mi vida». Al abuelo Federico le habían fusilado a su hijo y a su yerno, alcalde socialista de Granada y padre de Manuel, niño de ocho años, que comprendió entonces «¡Cuánta amargura, odio, rabia y pena rezumaba esa corta frase! Se salió con la suya mi pobre abuelo, que era muy tozudo. Y allí está». Enterrado en Nueva York. ¿Por qué no quería volver a ver este «jodío país»? «Por todo lo que pasó durante los días de la Guerra Civil -detalla Manuel-. Primero asesinaron a mi padre, alcalde socialista de Granada, y a los tres días a mi tío. Dos desgarradores hachazos que vinieron casi juntos».

En cierta ocasión le sentó «como un tiro» que no le llevaran a ver una corrida de toros a la Plaza de Granada: «Me puse mi corbata colorada y de repente el coche da media vuelta y me vuelve a traer a la Huerta de San Vicente. Mi abuelo Federico era de Gallito, y a mi abuela le gustaba más Belmonte». Don Federico y doña Vicenta coincidieron un día con Belmonte en un hotel en Sevilla y vieron al matador bajar las escaleras, lívido, vestido de traje de luces. «¡Les impresionó lo asustado que estaba el hombre!», evoca. De la Huerta se mudaron a la calle Manuel del Paso. Y allí comenzó el exilio, el día que Dolores la Colorina, ama de cría de su tío Paco, gritaba: «¡Ha caído Madrid! ¡Ay, ha caído Madrid!». La cocina se llenó de gente turbada. Todos lloraban. El joven Manuel también, contagiado por aquel coro. Todos menos el abuelo Federico, que se acercó a su mujer y le dijo: «Vámonos, Vicenta». El exilio acaba de empezar. De Granada a Madrid, y un año entero esperando los pasaportes en regla para poder descubrir América. Fernando de los Ríos habló con el que fuera vicepresidente de Roosevelt, Henry Wallace, y que en ese momento era secretario de Agricultura. «Parece ser que hubo una cierta presión sobre el Gobierno español para que nos dejara salir».

«Y me hicieron de la mafia»

En agosto de 1940 llegan a Nueva York los García Lorca, la urbe retratada por Federico como un «Senegal con máquinas». ¿Qué piensa a sus ocho años Manuel Fernández-Montesinos? «Yo seguía con mi afición a la agricultura y me parecía que había que arar los parques. Y que a las ardillas había que matarlas a todas porque se comerían las semillas. Me aficioné al béisbol, a los Dodgers. Me hice urbano, sobre todo en la época con la mafia de los puertorriqueños. Eso fue algo realmente increíble. Las clases estaban divididas en más de cien alumnos y había algunos malísimos. Cuando uno era tremendamente díscolo lo ponían en una de las aulas donde había menos niños problemáticos para ver si se amansaba a la fiera. Y llegó el jefe de la mafia hispano-parlante, me preguntó si era «spanish», me tomó cariño y me hizo de la mafia. Me obligaron a robar en una tienda, y ya me admitieron». Ese cabecilla se llamaba Eddie Castano: «Si estabas en su grupo te dejaban en paz. Era una cosa muy en pequeño, pero una mafia. Dominaba el juego famoso de lanzar la moneda». Y de repente la sombra de su padre se alarga en Nueva York. Un profesor le pide que su progenitor vaya a hablar con él porque le han descubierto en el colegio unas fotos de mujeres desnudas. «Me dio vergüenza que me pillasen, y me dejó muy afectado. Fue la primera vez que tuve conciencia de que no tenía padre».

Muchos años después, en el patinillo de su casa, habría de recordar aquella frase que resonaba a sus 17 años inmerso en el existencialismo: «Mis muertos no eran solamente míos. Eran símbolos que, en silencio, seguían vivos en los corazones de miles de personas».

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