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Ignacio Camacho - UNA RAYA EN EL AGUA

El cielo sepia

Te impresionó el zumbido siniestro de las copas que ardían; como si el viento empujase demonios entre las nubes de ceniza

IGNACIO CAMACHO

CUANDO el cielo se volvió de un color sepia que parecía presagiar el Apocalipsis, la gente del pueblo salió a la calle mirando en dirección a la marisma. En las carreteras que conduce a la playa te cruzaste con cientos de coches que regresaban cargados de familias despavoridas. Al acercarte al fuego te impresionó el zumbido siniestro de las copas de los pinos que ardían; un ruido tétrico, amenazador, envolvente, que brotaba de las llamas anaranjadas como si el viento empujase demonios entre las nubes de ceniza. Entonces te acordaste del silencio letal de hace veinte años, cuando los pájaros se callaron de golpe y me enseñaste el campo mudo y yerto, desolado y gris, envuelto en la lámina del lodo tóxico de aquella mina.

Aún llevas en la cabeza ese sonido lúgubre del incendio cuando ya sabes que lo peor ha pasado y que nadie ha muerto salvo una parte del escenario borroso de muchos domingos de tu infancia. Es otra clase de eco el que te golpea la conciencia desde el fin de semana: el del rumor oportunista de los bulos propalados en las redes por los profesionales de la patraña. Que si el gasoducto de una energética, que si las recalificaciones del monte, que si la urbanización de las áreas quemadas. La maldita posverdad, la intoxicación deliberada, las ventajistas teorías de la conspiración divulgadas por urbanitas ignorantes a sabiendas de que son falsas. Mentiras que sublevan tu conciencia de hombre de la tierra que lleva décadas presintiendo la tragedia en los alrededores de Doñana.

Por eso tu voz suena al teléfono con amargura cuando hablas del abandono de la comarca. De la paradoja de la hiperprotección de un entorno que ha transformado su antigua biodiversidad abigarrada y promiscua en una reserva momificada. Cuando te quejas del bosque reseco, de los cortafuegos obstruidos, de las labores de limpieza abandonadas. Cuando hablas del malestar de los ganaderos y de los agricultores, de los pozos ilegales, del caos sobrevenido en una zona tan aparentemente custodiada. «Venid aquí, hablad con la gente que no vive de las subvenciones y dejad de pensar en leyendas urbanas. Ni el parque ni el preparque se pueden urbanizar; léete bien la ley, es del todo imposible, no hay ladrillo que valga. Ya tenemos bastante con el fuego para soportar paparruchas incendiarias. Hazme caso: si esta catástrofe tiene alguna causa intencional es en la vida cotidiana de estos parajes donde hay que buscarla».

Y luego has vuelto al fragor sordo del fuego, al chasquido de las ramas abrasadas. Al cielo coloreado de repente sobre los tejados de las casas. Al atasco, a la crisis colectiva de pánico, a la imponente presencia destructora de las llamas. Algo te he oído decir antes de colgar, como en un susurro de desesperanza, sobre el quejido de la tierra que se queda sola. Sobre el horizonte devastado en que se van perdiendo las huellas de tu memoria.

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