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Curro o la verdad

El rector pisó los terrenos del valor seco a la hora de otorgarle un premio a un torero en estos tiempos que corren

La figura de Curro Rimero en los premios R. DOBLADO
Francisco Robles

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Vivir es torear. Y para los toreros, torear es vivir. No hay más. El resto es una serie de enfrentamientos con la áspera realidad de lo cotidiano. Vivir de verdad es torear al tiempo, retenerlo en la cápsula efímera de la belleza y prolongarlo hasta el límite del brazo o del espíritu. Vivir es elegir uno de esos caminos que ayer trazó, con mano serena y voz maestra, Curro Romero en la Universidad de Sevilla. Curro no fue a la universidad porque su sitio no estaba allí, porque lo suyo no era aprender en las aulas, sino crear un mito para que luego lo estudiaran los alumnos universitarios. Que es distinto.

Torear de verdad es llegar al conocimiento interior, como ayer postuló Alberto García Reyes en una pieza maestra, en una faena oratoria donde los conceptos se ligaban con la naturalidad de una sintaxis reservada a los privilegiados. Muchos reyes, pero un único Faraón. Ole. Ese toreo fue el que exhibió el rector, que pisó los terrenos del valor seco a la hora de otorgarle un premio a un torero en estos tiempos que corren. Sin miedo al qué dirán ni al qué gritarán. De frente y por derecho, como ese especialista en la pincelada velazqueña que es Luis Méndez: en su discurso elevó el toreo a la categoría de Arte con mayúscula con el mismo rigor que Jonathan Brown le reconoce en sus investigaciones sobre el genio de «Las Meninas».

Torear es dejar los pies asentados en el albero sin que te importe lo que pueda pasarle al cuerpo. Torear es entregarse por entero, sin medias tintas ni medias verónicas fuera de cacho. Torear es llegar a esa comunión espiritual, a ese éxtasis místico que provoca la comunicación interior y total con la sombra que persigue la femoral. Por eso torear es amar a quien se entrega con la misma entereza. Si no, todo se convierte en un espectáculo y en un circo hecho a la medida de las vanidades. Lo dijo Alberto García Reyes en la frase que mejor define al currismo que nos une: todo o nada.

Ayer, en el Paraninfo donde Marina Heredia dejó un aroma a romero por bulerías y donde Gutiérrez Juan bordó pasodobles en el aire de abril, el escritor soñaba despierto con esos lances que son versos escritos con las yemas de los dedos, con esas caricias acompasadas de una muleta que se enreda en la cintura del aire, con ese lirio tronchado del trincherazo que levanta un ole en el suspiro del alma, con esos naturales que prolongan la embestida de la belleza hasta elevarla a la categoría de una diosa que nos deja el deseo en una espada. Ayer, el cronista escuchaba el eco del padre que le enseñó las verdades el currismo, y releía el catecismo de Burgos en la memoria donde se guardan las tres o cuatro cosas que de verdad importan.

Se torea como se es. ¡Qué razón sigue teniendo Belmonte! Y se escribe como se es. Por eso no podemos dar gato por liebre ni capotazo por verónica. Hay que retratarse cada día en este recuadro como hace el torero en el anillo de la verdad. Esa fue la lección que nos dio ayer Alberto García Reyes, que hizo llorar a Curro como Curro hacía llorar a mi padre.

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