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LA ALBERCA

La lucha contra el cáncer

«Decir que el enfermo tiene que pelear es imputarle la culpa de su propia muerte»

Alberto García Reyes

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A Pedro Ochoa, en su vera cruz

En la retahíla de lugares comunes divulgados rutinariamente por el periodismo abundan frases hechas deleznables, arquetipos lingüísticos que repetimos sin pensar qué significan, remoquetes vacíos que destrozan los valores esenciales de la comunicación. Un buen amigo que ha padecido un cáncer de pulmón me hizo el otro día la siguiente reflexión, que reproduzco con toda su crudeza: «Estoy hasta los cojones de que a los enfermos de cáncer se nos diga que tenemos que luchar. ¿Eso qué quiere decir, que si me muero yo soy el responsable?». Guardé silencio. Yo mismo he dicho esa frase con frecuencia. Como una tarabilla lenguaraz que habla sin concierto. Me abochorné. Porque mi amigo tiene razón y porque no he sabido darme cuenta antes de que me lo dijera de una manera tan cruda. La lucha contra el cáncer sólo es responsabilidad de la ciencia. Es la sociedad quien tiene que pelearlo. El sistema. Esa batalla sólo corresponde a quienes tienen que destinar todo el dinero público que sea necesario para la investigación médica, para dotar de medios dignos a los hospitales, para mejorar la calidad de vida de los afectados. Los enfermos están exentos de culpa. Pero esa frase los compromete.

Ayer murió la mujer de otro buen amigo después de un año de sufrimiento. El cáncer llamó a su puerta sin avisar y le ha consumido la vida en dos certeros gañafones cuando todavía tenía por delante un horizonte lejano. Sé que ahora todo se ha oscurecido en los ojos de su familia, para quienes la duda es legítima y la debilidad es obligatoria. Es humano inculparse del destino, pensar que hemos hecho algo mal, imputarnos el fallo crucial que nos ha traído hasta aquí. Tal vez podríamos haber ido antes al médico, habernos hecho una revisión... Pero la culpa no es nunca del enfermo ni de sus familiares. Todos tenemos un rumbo designado que no podemos gobernar. Y estamos invocados a asumir ese camino, que no es azaroso, sino espiritual, con la serenidad que podamos. Quienes creemos en Dios, en su intercesión para llevarnos a la eternidad, tenemos la fortuna de aceptar la muerte con esperanza. Estamos subyugados a la prosperidad de sus designios incluso cuando esos planes nos reservan un final anticipado. Quienes no creen, pueden aferrarse al consuelo del progreso científico. Pero por ninguna vía cabe la incriminación del doliente de cáncer en su propio desenlace.

No puedo decirle nada más a mi amigo, salvo que coja esa cruz y siga a Dios. Porque el hombre que me concienció de que el cáncer no tienen que pelearlo los enfermos, me ha enseñado también que las palabras no alivian. Es verdad que estos zarpazos hay que afrontarlos con mentalidad ganadora porque la psicología es la primera medicina. Pero la lucha contra el cáncer nos corresponde a los demás. Averiguando por qué ese ogro devora nuestras células y dando amor al dolorido.

Dicho sin rodeos: amigo, aquí me tienes.

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