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LA TRIBU

Pobres

Así como es bueno pasar por una enfermedad para valorar la salud, tendría que ser obligatoria una «mili» en la pobreza

Una mujer pide a los peregrinos en el Camino de Santiago MIGUEL MUÑIZ
Antonio García Barbeito

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Verano porque es verano, invierno porque es invierno. Pobres van y pobres vienen, pidiendo, siempre pidiendo. Como sombreros de palma, la pobreza no aguanta ni el viento ni el agua. Lluvia, frío, calor, nieve, noche, día… La pobreza lo halla todo incómodo, todo es un zapato que no le encaja en su pie. La copla flamenca —me acuerdo de ti, Enrique Morente— lo dice bien claro: «Hombre pobre huele a muerto, / a la joyanca con él, / que el que no tiene dinero, / requiéscat in pace, amén.» Terrible: «A la joyanca con él…» A la joyanca, a la hoyanca, a la fosa común, ni siquiera un nicho en el cementerio. A la joyanca. Y que descanse en paz. Terrible, la pobreza.

La copla, que no deja de hurgar en la herida, sigue diciendo aquello otro: «Desgraciaíto el que come / el pan de manita ajena…» Sí, desgraciado, porque tiene que estar «siempre mirando a la cara, / si la ponen mala o buena.» El pobre es la desesperación del sediento, del hambriento, del desnudo, del abandonado. Nosotros, tan comprometidos con la pobreza, nos rascamos el bolsillo —o pedimos que otro se lo rasque— y, eso sí, nos ponemos en primera fila para ir a socorrerlos, que los pobres —y los demás— nos vean cómo vamos a remediar la necesidad, qué buenos somos. Como en un pésame sólo de compromiso: un «lo siento», media vuelta y al bar, copa o café, y al olvido inmediato. Salvo excepciones admirables, no hacemos nuestra la pobreza, vamos a ella como a una foto de fugaz solidaridad, dejamos unas monedas, unos alimentos, unas ropas, y nos vamos de allí, rápido, no vaya a ser que la pobreza se nos pegue. Mirémonos cómo vamos a las recepciones de gente de poder, de fama o de influencias, y cómo vamos a la pobreza; allí, soñando quedarnos; aquí, deseando salir. Remedios, sólo remedios. Remiendos. La pobreza, salvo milagro de un premio, siempre estará llena de remiendos, de la caridad más cercana o de algún plan social de la oficialidad, que les remedie —que les remiende— el agobio, la pena, la desesperación: una casa en la que no puede seguir o en la que no puede entrar, una deuda de imposible pago, una eventualidad que golpea con más ruina… Es noticia en portada si un pobre logra zafarse de la dentellada del lobo de un desahucio, de una hipoteca que no puede pagar y que, sin demora, suma intereses de demora, de un corte de luz en el invierno, o de agua en el verano, o de todo en cualquier época. Así como es bueno pasar por una enfermedad para valorar la salud, tendría que ser obligatoria una «mili» en la pobreza, para que fuésemos de otra forma. Para que supiéramos lo que es acostarse con olor a muerto.

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