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Alberto García Reyes - LA ALBERCA

Sálvame, Ares

Las comparsas del carnaval son la cantera del populismo, puros ripios ideológicos

ALBERTO GARCÍA REYES

EL ombliguismo es una de las principales causas de atraso de cualquier pueblo. La autocomplacencia debilita demasiado, sobre todo porque tiende a sublimar localismos que son brochazos gordos de delectación y narcisismo. Por eso Cádiz, que es un paraíso del ingenio, la cultura y la sensibilidad, está tan estancada en la demagogia comparsista, que bascula entre los piropos de verso ripioso y las soflamas de intelectualidad campera. Existe en la ciudad trimilenaria un vicio de glorificación de poetas de métrica descuadrada y rima pueril que atenta de manera cruel contra la literatura suprema de Cadalso, Pemán o Carlos Edmundo de Ory. Es una especie de devastación artística consentida que rebaja las aspiraciones de una tierra tan exquisita a la grosería de la escritura de mostrador, que no es popular —bendita sea la lírica popular—, sino populachera. En el fondo, ese comparsismo es un retrato económico y social de Cádiz en estos momentos. No hay agrupación de renombre que no haya ido este año al Falla a despotricar contra el Rey o contra el franquismo —que sólo sigue vivo en el odio de algunos— o a venerar la república y las reivindicaciones callejeras. Quienes no hayan pasado por ese aro, no están en la final. Es tiempo de adoración a Kichi y a todo lo que su populismo representa. De hecho, en el currículum del alcalde antes de llegar al sillón mayor de la ciudad sólo consta que fue comparsista, porque como profesor de Historia no llegó a ejercer por su liberación sindical. La comparsa es, de alguna manera, la cantera de los bolivarianos gaditanos.

El arte del Selu dándole la tabarra a Juan, chirigota que tiene mucho más poso cultural y antropológico que cualquier letra del vate Martínez Ares, parece estorbar en un carnaval que se regodea en el verso cutre que escriben los bardos de petulancia ilimitada y rima tosca para que los octavillas se retuerzan intentando afinar la copla alguna vez. Allí se ensalza el toque de guitarra celérico con púa en las primas junto a la boca, sí, allí, en la cuna de ese instrumento, donde Vargas y Guzmán escribió su tratado y Pagés construyó obras maestras de palosanto para que las tocara el célebre maestro Patiño. Cómo duele la tierra que no se conoce a sí misma. En Cádiz, donde Estrabón, Marcial y Juvenal narraron las danzas de las «puellae gaditanae», concentradas en el embrujo de los crótalos de Telethusa, ensalzan como poeta eximio a un rimador al que le parece selecto enfrentar «callao» con «enterao». Ya sé que Antonio Martínez Ares cuenta con una legión de seguidores a la que este artículo le enojará, pero aquí no estamos para complacer a nadie con la lectura ni para escribir odas que no pisen ningún charco. Ésta es una crítica que no va, además, contra la ínfima calidad literaria de alguien que se presenta como genio de la palabra, sino que se dirige al fondo de sus estrofas, tan zafio como simplón, lo que lleva a pensar que su aclamada vuelta al escenario tiene relación directa con el cambio político en Cádiz. Y a quien no le guste est a opinión, que haga lo que hago yo con los cobardes: cambiar de canal como si el Falla fuera Telecinco.

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