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¡Sí se puede!

Tras ver a Monedero agarrando a Soraya se confirma que España no es indestructible

Alberto García Reyes

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Se le atribuye al canciller prusiano Otto von Bismarck una frase que probablemente nunca dijo, pero que en estos momentos tiene plena vigencia: «Estoy firmemente convencido de que España es el país más fuerte del mundo. Lleva siglos queriendo destruirse a sí misma y todavía no lo ha conseguido». El carácter autodestructivo de esta nación es uno de sus signos identitarios más sólidos. A España no le ha gustado nunca la estabilidad, se aburre de sí misma en cuanto se mira por segunda vez al espejo y tiene una tendencia natural a la vida crápula, a darse a la bebida nocherniega para levitar en el trampantojo alucinógeno de su falsa bohemia. No hay nada más español que mandarlo todo a la mierda por una borrachera, por una noche larga, por una conversación a solas con un tinto que nos deja los labios morados de tanto golpear nuestra desidia. Los españoles somos exactamente la canción de González Arenas que nos interpretó Peret: «Un muerto vivo». Cuando todos nos dan por acabados, estamos de parranda. Pero probablemente ahora todo sea al contrario: la juerga política nos ha matado.

Rajoy penó sus últimas horas como presidente en un bar, que es donde España se desahoga. Pero las esquilas del hielo contra el cristal en ese rato de trago largo tuvieron que repicar como un doble de campanas en su vida política. Nadie lo ha dicho mejor que Soraya Sáenz de Santamaría mientras Juan Carlos Monedero la enchiqueraba como un machote carpetovetónico entre sus manos para restregarle su mirada de odio. «Así es la democracia», le repitió la exvicepresidenta. El cofundador del neopopulismo español la sujetaba, imponiendo su supremacía patriarcal, para decirle, con un tono mucho más resentido que irónico, porque para la ironía es necesaria la inteligencia, que se alegraba de su marcha. Toda la escena fue españolísima: un macho represor aherrojando a una mujer para vomitarle su inquina. Fue una logradísima interpretación del «quítate que ahora nos toca a nosotros». La cruda realidad es que este ejemplar de puro varón ibérico dice representar el progreso y la igualdad y en cada gesto suyo se desmiente. Pero, en efecto, así es la democracia. Así de imperfecta y de hermosa. Rajoy, que nunca cogió a nadie por los hombros, ha acabado llorando en un vaso de whisky acusado de destrozar el país. Y los que zarandean la dignidad ajena aparecen como salvadores de la patria en botellonas asamblearias de plazoleta. Porque España no está muerta, sólo está de parranda.

Hay que aferrarse a la esperanza de que Sánchez no sea tan incompetente como aparenta y confiar en la bienaventuranza del Canciller de Hierro. Gracias a Dios -aunque el presidente lo haya despreciado en su toma de posesión-, la decadencia de la clase política no ha arrastrado a la sociedad civil y la gente está ansiosa por votar. Basta con tener un poco de paciencia. Aunque es lógico asustarse con el grito de Podemos en el Congreso tras la moción de censura. Bismarck dijo que España no podrá destruirse nunca, pero viendo cómo Monedero le hablaba a Soraya es probable que los populistas tengan razón: «¡Sí se puede!».

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