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Un soneto de despedida

Ángel Peralta hizo casi un autorretrato de su alma de poeta, de jinete, de ganadero, de señor del campo andaluz

Ángel Peralta murió hace dos meses ABC
Antonio Burgos

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El bolero afirma que dicen que la distancia es el olvido. En ese caso, la distancia es la muerte. Porque no hay peor muerte que la del olvido. Incluso esas muertes en vida, de personas ya mayores que no sabes con certeza si han muerto o siguen vivas, aunque apartadas de todo, como si ya no existieran:

- Oye, ¿vive todavía Fulano o ya murió?

- Vive aún, pero no se le ve por ningún lado; no debe de andar muy bien de salud, hasta me dijeron que medio había perdido la cabeza...

Por eso me ha alegrado recibir una carta de don Gregorio Aranda Alcántara, en la que nos devuelve a la vida a un querido caballero en plaza: al rejoneador, ganadero, filósofo y poeta don Ángel Peralta Pineda (1925-2018). Le he puesto intencionadamente el «don» por delante porque hasta que, en sus muchas invenciones del toreo a caballo, ideó las corridas de cuatro rejoneadores y ningún diestro a pie, aquellos Cuatro Jinetes del Apoteosis (los Peralta, Álvaro Domecq Romero y Lupi), era así como lo anunciaban en los viejos carteles: con el «don» por delante. Igual que anunciaban a Don José Anastasio, a Don Agustín García Mier o incluso al Excelentísimo Señor Duque de Pinohermoso. Que era como solía actuar el rejoneador, por delante de los 6 toros de lidia ordinaria. Y en los carteles había mucho de Historia del Toreo, de cuando los señores toreaban a caballo y el pueblo llano empezó a hacerlo a pie. En aquellos viejos carteles iba anunciado «Don Ángel Peralta» y luego, a lo mejor, sin tratamiento alguno, aunque fuesen lo que fueron en el Toreo, Antonio Ordóñez, El Viti o Curro Romero.

La carta que referir quiero viene con el membrete de San Miguel de Montelirio, que era la hacienda donde el señor Aranda y un animoso comité le habían organizado a don Ángel Peralta un homenaje el pasado día 18 de marzo. Antes de esa fecha, recibimos otra carta con el mismo membrete de la comisión, anunciándonos que por el estado de salud del caballero en plaza el homenaje para el que nos citaron en Montelirio quedaba aplazado hasta nueva fecha. Nunca se celebró. Porque, como en la copla, «llegó la muerte primero que él», y el 7 de abril nos dejaba Peralta para siempre en su casa del Rancho El Rocío de La Puebla, en el silencio de la marisma, frente al río, los caballos y el toro, que fueron su vida y mundo.

Pero ese homenaje, de alguna forma, se ha celebrado. Nos dice el señor Aranda: «Le hacemos llegar el díptico del homenaje a Ángel Peralta en cuya elaboración él participó de firma activa con gran ilusión y para el que creó la que quizá haya sido su última poesía, un precioso soneto que tituló “La Labranza de la Amistad”, que iba dedicado a todos ustedes, a mi juicio verdaderamente emocionante y en el que ya intuía que había llegado la hora de despedirse de este mundo y que refleja una gran espiritualidad». Hermosa y sentida despedida. Ángel Peralta hizo casi un autorretrato de su alma de poeta, de jinete, de ganadero, de señor del campo andaluz. Tan hermosa, que no me resisto a rematar este personal homenaje póstumo a quien fue mi vecino de abono en la plaza de toros con la rotundidad de sus catorce versos para la inmortalidad:

«La amistad resplandece hoy en mi vida

igual que una frondosa primavera;

como el trigo, que brilla ya en la era

después de una esperada recogida...

La amistad es honrosa y desprendida,

como al vuelo flamea una bandera;

la amistad es auténtica y sincera

como el triunfo real de una corrida.

Mis caballos relinchan de alegría,

porque inquietos ansiaban este día,

aún dormido en la luz de su memoria...

Y en mis sueños los veo cabalgando;

vienen por la vereda galopando

por llevarme en un vuelo hasta la gloria.»

Te llevaron, don Ángel, te llevaron. A la gloria imperecedera del recuerdo de tus amigos, de la eternidad de tus versos, de tu genialidad de poeta, ya Centauro de las Marismas Azules del Cielo.

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