Hazte premium Hazte premium

Alberto García Reyes - LA ALBERCA

La cacicada

El pueblo no votó el asesinato de Jiménez-Becerril ni la Junta Electoral lo sacó de la política

ALBERTO GARCÍA REYES

Otegi no es el problema. Él puede anhelar lo que le plazca porque los deseos son gratuitos. La aberración se produce cuando fuerzas políticas aparentemente democráticas consideran que tiene derecho a presentarse a las elecciones vascas a pesar su condena firme de inhabilitación para cargo público por actos terroristas. O peor aún: cuando esos partidos reducen todo el marco de las libertades al dictamen de las urnas. Han proferido los tres grandes ecos del neocomunismo español una misma idea delirante ante la prohibición de la Junta Electoral a Otegi para concurrir a los comicios: es el pueblo quien debe decidir si puede hacerlo o no. Incluso califican de «cacicada» la decisión de un órgano jurisdiccional que forma parte del sistema de garantías del Estado de Derecho. Para estos nuevos «libertarios», todo el entramado de una democracia cabe exclusivamente en una urna. La división de poderes se la pasan literalmente por el arco del triunfo. Los jueces no son quienes han de decidir la condena que hay que imponer a un delincuente, sino el pueblo con sus votos. Y para colmo, esta peligrosa distorsión de los conceptos utiliza una contradicción que empieza a ser compulsiva en sus discursos y que en el caso de Otegi es sangrante —perdón por el calificativo, pero en ninguna situación es más exacto que en ésta—. Los comunistas piden un tratamiento de extrema libertad individual para su camarada, que le dejen hacer lo que quiera sin tener que rendir cuentas ante un tribunal, ante el gobierno o ante la propia sociedad. Como sostiene Isaiah Berlin, «pedir libertad frente a la sociedad es como pedir libertad frente a uno mismo». Pero para esta gente la comunidad no es el ente superior, como rezan sus teorías, sino una herramienta suprema que, bien manejada, garantiza el perpetuo poder individual.

La desviación democrática de Iglesias, Errejón, Garzón y compañía, con la aterradora aquiescencia del PSOE, es cada vez más pavorosa. Y entre todos sus dislates, el posicionamiento ante el terrorismo vasco es probablemente el más humillante. Porque uno de los fundamentos elementales de la igualdad pura es que no existen víctimas dignas e indignas. El criminal no se mide por los fines que persigue con sus actos, sino por la gravedad de sus hechos frente a la ley. Y todos los códigos penales de las sociedades avanzadas tienen una clara graduación del delito que pondera el terrorismo como uno de los más graves. Plantear la existencia de un «conflicto» vasco no es, por tanto, una opinión, sino otra agresión más a los muertos que paseaban tranquilamente cuando les dispararon por la nunca o les explotó el coche. La suya es la única dignidad de la que se puede hablar. Otegi no es un opositor de ellos, sino un criminal condenado por participar en una banda que impidió que Gregorio Ordóñez, Fernando Múgica, Miguel Ángel Blanco, Fernado Buesa o Alberto Jiménez-Becerril hayan podido presentarse nunca más a unas elecciones. Sus asesinatos, señores de Podemos, no los decidió el pueblo vasco. Y su futuro político no lo determinó una Junta Electoral. Así que ojalá en este asunto habláramos de caciques, ojalá. Pero hablamos de pistoleros.

Esta funcionalidad es sólo para suscriptores

Suscribete
Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación