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sierra sur

«Las abejas se nos están muriendo»

Salvador Robles, veterano apicultor esteñeo, lanza la voz de alarma por el uso de pesticidas que impregnan las flores

«Las abejas se nos están muriendo» borja moreno

borja moreno

Salvador Robles Martín realiza una inspección de las colmenas que ha colocado en una finca situada en una zona conocida como La Boleta, en Lora de Estepa. En un escondido rincón de un olivar descansan unas 80 cajas que contienen uno de los insectos que pasan más inadvertidos para la mayoría de la gente a pesar de sus muchos beneficios, el de la abeja melífera. El estepeño forma parte del cada vez más reducido número de trabajadores dedicados a la antigua profesión de la apicultura.

Tras ponerse su traje especial de trabajo para protegerse de las picaduras -aunque asegura que está inmunizado- y con su inseparable ahumador en mano, sale del coche para comenzar su ronda. Mientras el fuelle expulsa el humo con olor a serrín y a briznas de canela las abejas se van tranquilizando y su zumbido se hace menos ensordecedor. Es entonces cuando salvador muestra con orgullo los cuadros donde las trabajadoras se afanan en depositar miel y polen, y en cuidar a las nuevas larvas y al alma de la colmena, la reina.

Desde que comenzó en 1983 con tan solo dos colmenas de corcho ha aprendido mucho sobre el cuidado de esta especie, de la que se obtiene miel, cera, polen, jalea real, propóleo e incluso veneno de abeja. «Yo me dedico en exclusiva a la recolección de miel, cera y a la cría y venta de enjambres a otros apicultores o a particulares que quieren tener su pequeña producción propia de miel». Con la ayuda de su hijo, que también se llama Salvador, se encarga del cuidado de las más de 1.300 colmenas que se reparten por los campos desde los que les solicitan su labor. La mayoría se encuentran actualmente repartida entre Osuna, Jauja, Villanueva de San Juan y Estepa.

La labor de los apicultores está estrechamente vinculada al mundo de la agricultura. De hecho son los mismos agricultores los que llaman a profesionales como Salvador para que sus abejas realicen una función fundamental y que influye en la calidad de vida y la alimentación del ser humano, la polinización. Porque en cada viaje que da una abeja entre flor y flor, ésta deposita parte del polen que se queda impregnado en sus patas en el resto de flores, ayudando a su polinización y al crecimiento de sus frutos.

De esta forma antes de que los estepeños recolecten su nueva producción de miel de la variedad «mil flores» en la centrifugadora de su almacén, los cultivos de almendros, ciruelos, girasoles, cilantro o matalahúva, e incluso especies silvestres como el tomillo, el romero o la retama ya se habrán beneficiado de estas pequeñas trabajadoras.

Salvador reconoce con resignación que la profesión de apicultor ha cambiado mucho en los últimos 20 años. En su caso ha notado que la producción de miel se ha reducido casi a la mitad. Recuerda como «una colmena puede dar de media unos 17 kilos de miel mientras que en 1990 podía dar unos 30 kilos» . La causa de ese cambio es el aumento imparable de muertes entre las abejas, y el culpable ya no es un secreto.

A lo largo de los últimos años muchos apicultores y defensores de la naturaleza han alzado su grito al cielo para avisar sobre el desconcertante crecimiento de la muerte entre las abejas. Salvador reconoce que «esta situación no ha transcendido demasiado y las ayudas a la apicultura son casi inexistentes». Y tiene muy claro cuál es el principal problema, los pesticidas y la falta de información sobre el efecto de algunos de ellos.

Determinados productos para acabar con plagas de insectos, y algunos herbicidas, se están convirtiendo en un arma de doble filo que no hace distinciones entre abejas e insectos dañinos. «El problema es que son tan fuertes que no se evaporan, los absorbe la planta y cuando la abeja se acerca para alimentarse de la flor se envenena», asegura. Y el resultado lo conoce muy bien. Cuando se acerca a comprobar los panales y los encuentra casi vacíos no es difícil imaginar el final. «Las abejas parecen emborracharse, se empiezan a caer y a moverse con torpeza, hasta que te las encuentras muertas en gran número».

De hecho dos nuevos estudios publicados por «Nature» apuntan a que las abejas no pueden diferenciar las flores tratadas con insecticidas y que además tienen una adicción a los pesticidas neonicotinoides que se utilizan similar a la adicción de los fumadores al tabaco.

En este sentido, se alegra por trabajar junto a agricultores bastante concienciados con este tema, aunque asegura que «se debería informar a todos sobre el uso de determinados productos antes de que sea demasiado tarde tanto para las abejas domésticas como para las silvestres» .

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