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pásalo

Con arrimo y sin arrimo

«Comprendí todos los males del mundo y me quise ir de costalero a Francia»

j. félix machuca

HOY, uno de octubre, se cumplen trece fatídicos años que Silvio Rodríguez Melgarejo dejó de fumar y beber para siempre. Eso lo mató. Como preconizaban las nefastas interpretaciones de la volutas de los canutos que se quemaban en los alrededores de su calle en Los Remedios. Un primero de octubre, nombre clínico donde los haya, dejó de fumar, cantar, beber y esculpir en el aire frases tan redondas que el viento se las llevaba para jugar y divertirse con ellas. Silvio cayó en el combate de la vida veinte días después de las Torres Gemelas y nació cerca de las devastadoras jornadas en los que el átomo enloquecido abrasó Hiroshima y Nagasaki. Como quien dice pudo ser hijo del trueno. Y él, a menudo, como me revela Pive Amador, llamaba Zeus al Creador. Corre el tiempo como si le fueran a dar algo por llegar primero a la meta. Y ya contamos trece años cumplidos desde que Silvio se fue «A la diestra del cielo”, como se titula el magnífico documental de Francisco Bech, para buscar quizás a la ragazza del elevatore. Trece años sin su figura tambaleante por el paisaje urbano de Los Remedios, declarando que iba buscando pelea (imprescindible libro de Alfredo Valenzuela para entenderlo) terminando casi siempre a los pies de su Cachorro.

Con arrimo y sin arrimo todo se va consumiendo. Menos la llama de su leyenda. Que arde permanentemente como la de la tumba del soldado desconocido en el Arco del Triunfo de París. Puede que la alimente su fama inflamable y el alcohol que destiló el alambique de su ingenio. Pero sigue ahí. Ardiendo en el corazón de tantos y tantos leales seguidores. A mediados de enero de 1986 me lo llevé al Sánchez-Pizjuán para ver con él un partido del Sevilla y transcribir después, para ABC, noventa minutos con un genio. Llevaba de un brazo a Violeta, su chica; en la otra mano un botellín de cruzcampo con coñá. Me dijo cosas que solo he oído en bocas de almas que sufren en el purgatorio por el pecado de ser diferentes. Que es de los más graves y de los más imperdonables. Silvio no gritaba Sevilla, detestaba el himno por parecerle de tierras húmedas y no de tierra caliente y animaba invocando la palabra ¡Club! A Antonio Álvarez le llamaba papá piernas largas; apostaba por Buyo como delantero centro y reivindicaba a un Enrique Montero como esencia del fútbol sevillano. Aquella tarde me dijo bien sereno pese a la tralla que se había metido por el cuerpo: el mismo día en que un toro cogió a Curro, Montero caía en Cai por culpa de un brasileño. Y yo me tiraba del escenario del chiringuito de Punta Umbría y me rompía el calcáneo. Fue un día trágico para el arte. Disolví mi grupo. Comprendí todos los males del mundo y me quise ir de costalero a Francia…

Jackie Kennedy pidió para su esposo asesinado en Dallas una llama eterna en el cementerio de Arlington para que la memoria de su marido no la metieran en el recogedor cuando el hombre barre la hojarasca del tiempo. Silvio no necesita llama ninguna. Tiene una calle en su barrio. Y la primera y única medalla del rock sevillano que le entregó su amigo Don Curro en una noche de agua, motos Davidson y bulla buena en la Sevilla invernal de 1993. Con cierta frecuencia decía que un perdedor es el que tiene ansia y un ganador el que tiene suerte. Sevilla, La Roda de Andalucía, tuvo la suerte de parirlo para ser nuestro Elvis, nuestro Celentano, nuestro E.B. King, nuestro Shadows, nuestro Platers y nuestro Antonio Molina, al que idolatraba. En 1980, Ángel Casas lo reporteó para TVE. Hablaban de la relación de Silvio con Smash. Y Ángel le dijo que aquella relación le había dado dinero. Silvio fue tajante: a mí solo me da dinero mi suegro. El inglés. Luego gozó la ruina más rica del mundo. La de ser el primer roquero capillita que liberó a la Semana Santa de la prisión de San Gregorio. Eso solo podía hacerlo un tipo como él, con el corazón latiéndole como una mandolina y con tanto swing como María, la que solo con su gracia la vida se puede soportar…

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