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SALUD

«Si se hablara más con las personas, se dispensarían menos medicamentos»

Pedro Aramburu lleva 54 años en su farmacia de Los Pajaritos

«Si se hablara más con las personas, se dispensarían menos medicamentos» rOCÍO RUZ

A.F.LERIDA

«¿Entonces yo me puedo tomar tres al día con el azúcar tan alto, hijo?», «¿Estas pastillas no son las que me llevo siempre. La otra caja era verde y blanca y las letras de otra forma?». Es un día cualquiera en la farmacia de Pedro Aramburu, en el barrio de Los Pajaritos. La suya es también la historia de decenas de oficinas de farmacia repartidas por toda la provincia de Sevilla caracterizadas por la cercanía con los pacientes.

Detrás del mostrador, Pedro y sus hijos Ángel y Macarena «despachan» Es decir, hablan con los usuarios, con los enfermos, los escuchan y aconsejan y hasta les interpretan el recibo de la luz. A sus 84 años, Pedro Aramburu y del Río, natural del País Vasco (Guecho-Las Arenas) se acuerda como si fuera ayer cuando en 1961 se estableció en este barrio en una botica que ocupaba 29 metros cuadrados y que luego amplió.

Entonces, el barrio «no era conflictivo, ni muchísimo menos», pero él ha visto una degradación progresiva que le ha hecho ser indispensable para los residentes, para las 3.000 personas que tiene en su base de datos. Aparte de ejercer su vocación, Pedro y sus hijos toman el pulso a los vecinos. La farmacia asemeja un barómetro de la presión, no atmosférica, sino social, en el que se mide lo que tiene la clientela y lo que siente. «Si se hablara más con las personas, se dispensarían menos medicamentos porque aquí hay soledad, mucha soledad, aunque se le llame de otra manera», afirma el boticario.

Pedro ya no hace fórmulas magistrales, pero sigue llevando a la práctica la suya propia: «Yo tengo la triple P. Para estar aquí se necesita pasión, prudencia y paciencia. La pasión conlleva una entrega, un convencimiento de que tu vocación es ésta, que tu preocupación es la salud de la persona, pero la salud de la persona no sólo requiere de un medicamento; es, a lo mejor, cinco minutos de conversación».

Desde 1961 ha visto cómo la industria farmacéutica ha revolucionado el sector. Lo que más le ha llamado la atención es la informatización de los inventarios. Todo eso es una conquista, por supuesto, pero ¿a costa de qué? «Este mundo ya no es tan feliz porque ya somos parte de un engranaje, una pieza de una maquinaria creada y dominada por la Junta de Andalucía que nos impone unas circunstancias y tenemos que cumplirlas a rajatabla todas y cada una de ellas y, si no, te sancionan. Para mí, lo más duro es que no puedo ser yo», se lamenta.

Un ejemplo. Dice que antes le pedían amlodipino, prescrito para la hipertensión arterial, «y yo cogía el del laboratorio que, según mi criterio, es el mejor porque a mis enfermos quiero darles lo mejor. Y ahora, no. Ahora yo tengo que dar el amlodipino que me obliga la Junta por la subasta. Eso es una intromisión. Nos han desprovisto del criterio porque yo he estudiado para eso y ahora me obligan a que haga otra cosa», explica.

Eso, sin contar con que cambia el formato de las cajas y la forma de las píldoras y las «personas mayores no saben a qué atenerse». Para eso está él. En la farmacia de Pedro Aramburu, al nuevo medicamento le ponen el nombre del anterior en la caja a bolígrafo o, según la edad de cada enfermo, les pega con un celofán el cartón de las pastillas anteriores para que no se confunda. «Yo tengo un título en la puerta —dice—y soy responsable de todo lo que pasa aquí dentro y eso con la subasta, ¡adios muy buenas!».

En su opinión, el SAS no tiene en cuenta que el farmacéutico es el primer y último estadio de la atención sanitaria. El último porque el «médico le da por escrito lo que tienen que tomar y, cuando vienen aquí, te ponen el papel por delante porque no saben cómo administrarse la medicación y vuelven a los tres días y te vuelven a preguntar». «Eso no se aprecia ni creo que se vaya a valorar nunca», sentencia antes de saludar a otra vecina que llega en pos de su inestimable ayuda.

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