Lunes, 29-06-09
Michael Jackson no está en mis debilidades musicales. Vaya esta confesión de parte porque así puedo evitar que algún lector ahorre un disgusto. No tengo más pena por su muerte que la que pueda sentir por alguien que ha muerto el mismo día, en el mismo sitio y hora. Su fama me importó poco, pero su reputación me inquietó siempre. Confunde saber qué ya sabía cómo iba a morir, qué había imaginado su entierro y detallado su funeral. Dijo que quería ser congelado, o que sus cenizas se esparcieran en la Luna. Estoy entre la risa y la piedad.
Comercial y pegadiza, su música no me dice nada. No supe qué ver en él: un cantante, un bailarín, un sueño equivocado, triste y roto con la última dosis de demerol. Iconoclasta declarado me he negado a rendirme ante la sofisticación del marketing y la persuasión emocional. Si su figura me sirve es porque actualizo conclusiones y confirmo alguna convicción. La primera es mi incapacidad para admirar aquellos que viven instalados en el llamado síndrome de Peter Pan. No quería crecer, y se entregó a excentricidades que le ayudaron a vivir permanentemente en un mundo de criaturas y abundancia. El rancho, su paraguas, los guantes, su peinando, su cara. Leo que hasta sus deudas eran motivo de admiración para los que ahora le lloran, y entonces pienso que hace falta ser cretino para llegar a un punto así. ¿Qué era verdad y qué no? O mejor, ¿había algo de verdad en un hombre que llegó a cantar una canción de amor de un niño a una rata? No se asusten, Jackson las criaba con verdadera profusión y destreza.
Hizo el guión de su muerte. Quizá no dio un papel a la niñera de sus hijos, que asegura ahora que tuvo que bombear varias veces su estómago porque «siempre mezclaba mucho fármacos». No extraigo conclusiones sobre si una personalidad así se correspondía con un verdadero artista de retrato adolescente. Es un hecho que la calidad humana no se corresponde con la musical. Pasa con ese mundo, y pasa con el mío, el de los periodistas. Ryszard Kapuscinski decía que para ser un buen periodista había que ser una buena persona. Mentira. Conozco unos cuantos grandes que podrían competir a ver quién de ellos es más hijo de puta. El tiempo dirá hasta que punto sus canciones son o no viejas y entonces reconoceremos su verdadera dimensión. La personal es lunática y evanescente. La de un dios deseado y deseante, que diría Juan Ramón Jiménez. La de un dios muerto.

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