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La agresión

LLEGÓ a la capital cerca de las diez de la mañana en un autobús que bajaba del pueblo como si no hubieran pasado los años, casi igual de lento que siempre por la carretera serpenteante que cruzaba la sierra, tan temprano ahora que no podía acordarse de cuál era el motivo exacto por el que tenía que volver a acompañar a su mujer al hospital. Se había subido al autobús en la parada de la pedanía en la que vivía, lejana y fronteriza con otra provincia, y ya entonces empezó a temer el frenesí soporífero al que estaría condenado hasta que no pasara la hora de comer, si es que había suerte y la cita con el especialista era puntual y tampoco se retrasaba mucho. Paró en la estación el coche de línea y comprendió de nuevo que ése no era su mundo. Se sentía un extranjero nada más poner un pie en las inmediaciones de la glorieta de las Tres Culturas; se veía a sí mismo haciendo el ridículo preguntándole a algún joven que cuál era el autobús que llevaba al hospital, ridículo también deambulando luego por los pasillos del centro sanitario que siempre le pareció inabarcable.
Cuando ya aguardaban en la sala de espera, sintió el miedo crónico que no podía evitar cada vez que estaba a punto de entrar en una consulta, el miedo a que se les hubiera olvidado un papel imprescindible o el formulario que les rellenó el médico del pueblo, al que él sí entendía cuando le explicaba qué es lo que le pasaba a su mujer. Al poco, una enfermera confirmó su temor y le dijo que, en efecto, carecían un documento preciso que impedía que la prueba se realizara ese día. Explicaron que el pueblo estaba lejos, que tendrían que mover Roma con Santiago, dijeron literalmente, para poder cuadrar otra fecha: tal vez la vecina no podría quedarse más con su nieto para que ellos vinieran a la capital y tal vez su sobrino no podría acercarlos otra vez a la parada en coche. Pidieron que hicieran una excepción, que se pusieran en su pellejo. No consiguieron nada. Se marcharon cabizbajos, pensando que el olvido del papel que le exigían para que a la mujer le hicieran la prueba no era proporcional al trastorno insalvable de tener que regresar otro día desde tan lejos, temiendo que el especialista fuera otro y ya no entendieran lo que les explicase. En el autobús de vuelta, leyeron en un periódico que alguien dejó olvidado en su asiento que una política había declarado en la toma de posesión del presidente del Colegio de Médicos que es preciso hacer un esfuerzo para la gente tenga motivos para ver el sistema sanitario público como propio. No supieron por qué, pero pensaron que tenía razón.

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