Hermandades de cola
La Madrugada comienza con el lubricán del Jueves Santo. El pedante diría que la noche de Sevilla nace cuando nieva en el alcorque del naranjo de San Lorenzo. Pero la realidad es mucho más bulliciosa. Cuando el aceite del Sardinero fríe pavías a troche y moche, el que parte el bacalao es el Señor del Gran Poder cuando sus penitentes planchan la túnica de cola en la ídem que baja, como la cofradía, por la calle Conde de Barajas. Allí estaban ayer, penitentes con escapulario azul pavo, las hermanas del Instituto del Verbo Encarnado. Hablaba durante la espera una argentina en nombre de todas. María de Aylesford. Eligió ese nombre al recibir el hábito en homenaje a la Virgen que se apareció en ese pueblo de Kent, en Inglaterra. «La Semana Santa es la fecha más importante para nosotras y hemos venido a Sevilla a conocer su solemnidad, que está representada en el Gran Poder». A veces se encuentra uno con un pregón en la cola del pescado. Pero las monjas que hacen cola para entrar en una basílica ofrecen una mayor moraleja: «Sabemos que podríamos entrar rápido, pero eso sería una falta de respeto a los demás peregrinos. Nosotras estamos aquí para dar ejemplo. Tenemos que hacer apostolado».
Hay apóstoles que se aparecen como la Virgen de Aylesford. Son como los cuberos de El Silencio. Han recogido la nieve del alcorque en una finca de Tomares para vestir de azahares otra vez a María Santísima de la Concepción. Olor que ayer se perdió el arzobispo. Asenjo, que el miércoles por la noche se metió debajo del paso de San Bernardo para empaparse bien de estas cosas nuestras, pronunció su homilía en San Lorenzo, donde instó a incrementar la labor social. Y también estuvo en La Macarena. Y en Los Gitanos. Pero se disculpó con el Nazareno de Francisco de Ocampo porque estaba cansado. No fue a San Antonio Abad a escuchar el eco ensordecedor de El Silencio. Ni al Calvario, donde el nuevo hermano mayor, Alejandro Alvarado Reinoso, hacía sus cuentas para arrancarse los nervios: «Después de 45 años de hermano, esto es un honor y un orgullo». Con arzobispo o sin él, hay calvarios que duran una vida. Por eso cuando comienza la Madrugada de Triana, que es cuando el río se desborda por la calle Pureza hasta la puerta de la Marinera en esa otra cola sin túnica que pasa por la puerta de Demófilo, ya todo da igual. Llega la duquesa de Alba y nadie la mira. No hay quien pueda con la Esperanza. Pansequito y Aurora Vargas le cantan una saeta callada: «Nos hemos hecho amigos de Ella». La gitana se persigna como su padre, «pa un lao». Y busca la puerta de Rafael el Negro y Matilde Coral. Pero este año está cerrada. Y la Trianera le canta la soleá: «Deja la puerta entorná / por si alguna vez me diera / la tentación de empujá». Los Gitanos cantan cuando quieren. Ahora mismo están sonando, todavía, en el otro lubricán de la Madrugada. El de su ocaso. Suenan por la calle Parras los recuerdos de la saeta de Pastora Soler, que este año no ha cantado. Se escuchan también los ayeos de Manuel Lombo en La Campana cuando La Macarena era anoche la cima de La Macarena. Pero ningún grito se escucha tanto como el del médico José Luis Alcántara, que fue a llevarle en la mañana de cola flores a la Madre en nombre del hospital donde también se curan las dudas. Su esperanza se marchitó este año con el lanto yermo de su nieta. Pero la Esperanza nunca se le acaba. Siempre la encuentra a la sombra de un arco del triunfo que ayer, anoche, hoy, siempre, son paso obligado para cualquier crónica de la Semana Santa de Sevilla. Con permiso, me pongo a la cola.
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