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La tragedia del moro celoso de Venecia

El Festival de Ópera de La Coruña se abre mañana con la penúltima ópera de Verdi, una de sus obras más conocidas y que supuso un antes y un después en la producción del maestro de Busseto

Día 01/09/2010 - 11.16h
Giuseppe Verdi casi siempre encontró en William Shakespeare una inspiración para el drama musical romántico. Llevó a escena «Macbeth», cerró su producción operística con «Las alegres comadres de Windsor» —su «Falstaff»— y tuvo en el «Rey Lear» una asignatura pendiente jamás resuelta. Quizá su más fiel adaptación, la ópera mejor resuelta, la que ha forjado mitos de la lírica en los más de 120 años que han transcurrido desde su estreno sea este «Otello» que mañana se presenta con gran expectación en el Palacio de la Ópera de La Coruña, con todas las entradas vendidas y tres intérpretes que debutan en los principales roles.
El «Otello» verdiano supone un cambio en las formas de la producción operística del autor. Abordó la composición de la que sería su vigésimo tercera —y penúltima— ópera tras quince años de ostracismo. En 1871 había estrenado la «Aida», y no fue hasta 1886 cuando, incitado por su editor, Giulio Ricordi, se enfrentó con la obra de Shakespeare, uno de sus dramaturgos de cabecera. Tuvo reticencias durante varios años a este proyecto, pese a que el escritor Arrigo Boito —con quien trabajaría en las exitosa revisiones del «Simon Boccanegra» y el «Don Carlo»— le había puesto sobre la mesa en 1879 un primer libreto para llevar al teatro el «Otello».
Seducido por la tarea, y a sus 73 años, Verdi finalizó la partitura de una de sus cumbres, que se estrenaría un año después, en 1887, en la Scala de Milán. Los intérpretes de aquella premiere fueron Francesco Tamagno en el rol del moro de Venecia, Victor Maurel como el conspirador Iago y Romilda Pantaleoni como la resignada Desdémona. Salvo el barítono francés Maurel, el resto de cantantes no fueron de la entera satisfacción de Verdi, aunque aquella noche cosechó un completo éxito desde el primer compás. Como curiosidad, el segundo cello de la orquesta milanesa en la noche del estreno sería décadas después uno de sus más afamados directores: Arturo Toscanini. En nuestro país la ópera se estrenó en el Teatro Real de Madrid en 1890, contando con el prestigioso Matia Battistini en el rol de Iago.
El nuevo drama verdiano
Para los aficionados de nuevo cuño, el «Otello» poco o nada tiene que ver con las obras más conocidas y representadas de Verdi como el «Rigoletto», «La Traviata», «Aida» o incluso el reciente «Simon Boccanegra» que ha pasado por Madrid. El autor rompe con los modelos del Romanticismo italiano que él había adaptado del belcanto del primer tercio del XIX y desarrollado durante ese siglo para abrir una nueva vía musical, más directa, natural, una suerte de prólogo que posteriormente devendría en el más vulgar verismo. Ya no hay números cerrados, sino un continuo fluir de la música y la escena. También aparece la declamación combinada con el canto clásico, sobre todo en los papeles masculinos.
Algunos en su momento llegaron a criticarle a Verdi notables influencias wagnerianas —no son pocos los musicólogos que las encuentran a lo largo de la ópera—, principalmente en la orquestación, que abandona su papel de complemento al canto para configurarse como un elemento expresivo y narrativo propio, como nunca antes se había escuchado en la ópera italiana.
La mejor muestra es el arranque de la obra, una vibrante tormenta de metal y cuerda que acompaña uno de las más notables composiciones corales de Verdi, y que acaba dando paso al Esultate, la llegada de Otello a Venecia tras vencer a los musulmanes en batalla. La complejidad del personaje es notable, aunque en ocasiones se presente como un animal primario y salvaje que acaba siendo víctima de los celos. Así lo han cantado —añadiendo una buena dosis de emoción sobre los escenarios— artistas como Ramón Vinay, Giovanni Martinelli, Plácido Domingo o Mario del Monaco. El florentino hizo del Otello su papel, cantándolo en más de cuatrocientas representaciones.
Pero también hay una lectura más intimista, que retrata un personaje atormentado, doliente, que Jon Vickers supo cantar más allá de su poco agraciado timbre. La interpretación de Marco Berti en La Coruña es una incógnita, ya que debuta mañana en el papel. Cantantes como Franco Corelli o Miguel Fleta nunca se atrevieron a pintarse la cara, mientras que otros como Luciano Pavarotti o Carlo Bergonzi lo hicieron tardíamente y con resultados más que discutibles.
Su contrapunto es la delicada Desdémona, la esposa del Dogo de Venecia que padece sus celos infundados por la cruel mano de Iago, que intenta demostrar su amor para disipar cualquier duda de su fidelidad, y que en el último acto se resigna a un funesto final a manos de su señor, incapaz de arrebatarle de la cabeza los malos pensamientos. De una enorme belleza es el dúo de ambos con el que concluye el primer acto, Gia nella notte densa, así como la escena con que arranca el quinto acto, Mia madre aveva una povera ancella y el Ave María. Artistas de la talla de Mirella Freni, Victoria de los Angeles o Renata Tebaldi antecedieron a Ainhoa Arteta, que también se introduce por vez primera en la piel de Desdémona.
Por último, y no menos importante, la vileza del Iago, un papel que exige como pocos el dominio del fraseo y la acentuación verdiana, la capacidad de crear tensión con la palabra. Barítonos del nivel de Lawrence Tibbett, Leonard Warren, Aldo Protti, Leo Nucci o —más cuestionable ya— Titto Gobbi han inoculado el veneno de los celos. Io son che un crittico, canta en el primer acto el conspirador que solo cree in un Dio crudele, y que en el festival herculino tendrá el cuerpo y alma de Claudio Sgura.
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