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Cultura / Arte

Pecados artísticos de la carne

La Wellcome Collection de Londres explora en la muestra «Skin» las posibilidades plásticas y metafóricas de la piel, del tatuaje y otras variantes. Un recorrido histórico y antropológico

Día 03/09/2010 - 13.49h
El tatuador Etienne, que llegó a desplegar su oficio en la exposición que se dedicara hace años a esta signatura corporal en el Pompidou de París, advirtió que, en una sociedad en la que todo se desecha, «tener un tatuaje es un modo de poseer algo que nos pertenece para siempre». La práctica ha experimentado un auge increíble en las últimas décadas, como si todos quisieran tener «algo propio» en un momento en el que la Historia cede el sitio al storytelling. «El tatuaje ya no es un acto sagrado –advertía Severo Sarduy – que exige el consentimiento de las divinidades; ni el testimonio de una prueba iniciática; ni la garantía de pertenencia a una tribu, varonía o clan; ni el simulacro ideográfico que da al guerrero un aspecto terrible; ni el signo indeleble que protege de toda agresión (...): no. Robustece al tatuado en tanto que propietario acumulador taimado de ornamentos que sólo la escaramuza agresiva hace viriles, pero que no conmemoran el coraje de ningún sacrificio, la sangre de ningún pacto, el horror de ninguna encarnación». Abigarrados o incluso kitsch, étnicos o con pretensiones «artísticas», apuntes mínimos en zonas eróticas o poco visibles, llenos de colores o de simbolismo religioso, el tatuaje tiene una estilística variadísima y ocupa toda clase de cuerpos.
Signos regresivos
Adolf Loos calificó el ornamento como delito, y estableció la comparación entre los elementos decorativos en un edificio y el tatuaje, signos regresivos, antimodernos. Puede que no sea casual la simultaneidad del postmodernismo y del retorno apasionado del ornamento. Desde los ochenta comenzó a verse a más sujetos tatuados, de la misma forma que el eclecticismo y el manierismo hacían furor en algunas prácticas arquitectónicas que pugnaban por liberarse del «estilo internacional». Algunos dirán que no fue otra cosa que una mascarada, pero también apreciamos en esas formas del arte hipertélico un modo de compromiso con el presente. Mientras los Grandes Relatos se ponían en entredicho, algunos encontraron placer en el tatuaje. Juan Antonio Ramírez apuntaba que el mayor atractivo de los tatuajes es que son «marcas irreversibles que implican un compromiso serio, una voluntad de no retorno».
La culpa la tiene una palabra de los indígenas de Samoa: «tátau», que significa «marcar» o «golpear dos veces». En el juego de las pseudoetimologías, podría postular que tiene algo que ver con «tabú», de orígenes polinesios, una de las regiones en las que más ha proliferado el tatuaje. Lo cierto es que la escritura sobre el cuerpo ha tenido algo de temible, peligroso o desconcertante. Los marineros del Pacífico sintieron la fascinación de lo otro frente a los primitivos que no estaban sometidos a parámetros estéticos, sino mágicos y apotropaicos. Desde las momias egipcias a los esclavos tracios, de los indígenas americanos a la cultura japonesa, el tatuaje ha tenido una Historia que implica los ritos de paso, la adoración a los dioses, los signos del combate, la jerarquía social o la demarcación del criminal.
Reinventar el «glamour»
En la contemporaneidad están tatuados los futbolistas (en una epidemia netamente madridista), los actores y actrices más bellos (con el caso ejemplar de Angelina Jolie, que ha tenido que deconstruir sus tatuajes para borrar antiguas firmas de amor), los boxeadores más temibles (frenético Mike Tyson), toda clase de estrellas del pop y el rock... El look grunge y el heroin chic, en los que son iconos absolutos Kate Moss o Pete Doherty, ha hecho estragos. Cualquier cosa es oportuna si permite reinventar el glamour. Jugar a hacerse el duro no es difícil cuando el cinismo domina casi todo. Mientras, no cesaba de aumentar el número de sicarios de las maras, tatuados hasta las cejas, encarnación extrema de un mundo de violencia y miedo.
El tatuaje tiene también una presencia significativa en el arte. Pienso en la serie que Adriana Varejao hizo tomando como pretexto un museo en Japón en el que se conservan las pieles de hombres tatuados casi por completo, o en los cerdos que con sarcasmo tatuó Wim Delvoye. Alberto García-Alix ha realizado retratos y autorretratos de sujetos que muestran con orgullo sus marcas y ha declarado que no le interesa el tatuaje como un objeto a fotografiar: «A mí me importan las personas que los llevan». Luan Mart realizó una performance en la que hizo que le tatuaran la palabra «religión» en la planta del pie. Algunas de las primeras acciones de Santiago Sierra consistían en remunerar a distintas personas para que dejaran que les tatuaran. Domingo Sánchez Blanco lleva su currículum encima, con los nombres de Blanchot y Klossowski en los brazos, en extraño homenaje a aquella proximidad de amor y odio en La noche del cazador. Tania Bruguera invitaba a los asistentes a la inauguración de su reciente exposición en Juana de Aizpuru a tatuarse donde quisieran «consignas revolucionarias», mientras que Xu Bing consiguió ajustar nombres en pseudo-escritura china con el mismo fin. Podemos volver a plantear una pregunta que hiciera Sarduy en Ensayos generales sobre el barroco: «¿Quiénes son los tatuados?». El cubano no tenía una respuesta concluyente. Ahora que cualquiera está marcado para siempre, para el destiempo desquiciado que nos corresponde, lo que sabemos con seguridad es que los únicos que no son capaces de tatuarse son los políticos.

«Skin»/«Piel»

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