El tatuador Etienne, que llegó a desplegar su oficio en la exposición que se dedicara hace años a esta signatura corporal en el Pompidou de París, advirtió que, en una sociedad en la que todo se desecha, «tener un tatuaje es un modo de poseer algo que nos pertenece para siempre». La práctica ha experimentado un auge increíble en las últimas décadas, como si todos quisieran tener «algo propio» en un momento en el que la Historia cede el sitio al storytelling. «El tatuaje ya no es un acto sagrado –advertía
Severo Sarduy
– que exige el consentimiento de las divinidades; ni el testimonio de una prueba iniciática; ni la garantía de pertenencia a una tribu, varonía o clan; ni el simulacro ideográfico que da al guerrero un aspecto terrible; ni el signo indeleble que protege de toda agresión (...): no. Robustece al tatuado en tanto que propietario acumulador taimado de ornamentos que sólo la escaramuza agresiva hace viriles, pero que no conmemoran el coraje de ningún sacrificio, la sangre de ningún pacto, el horror de ninguna encarnación». Abigarrados o incluso kitsch, étnicos o con pretensiones «artísticas», apuntes mínimos en zonas eróticas o poco visibles, llenos de colores o de simbolismo religioso, el tatuaje tiene una estilística variadísima y ocupa toda clase de cuerpos.
Signos regresivos
Adolf Loos calificó el ornamento como delito, y estableció la comparación entre los elementos decorativos en un edificio y el tatuaje, signos regresivos, antimodernos. Puede que no sea casual la simultaneidad del postmodernismo y del retorno apasionado del ornamento. Desde los ochenta comenzó a verse a más sujetos tatuados, de la misma forma que el eclecticismo y el manierismo hacían furor en algunas prácticas arquitectónicas que pugnaban por liberarse del «estilo internacional». Algunos dirán que no fue otra cosa que una mascarada, pero también apreciamos en esas formas del arte hipertélico un modo de compromiso con el presente. Mientras los Grandes Relatos se ponían en entredicho, algunos encontraron placer en el tatuaje. Juan Antonio Ramírez apuntaba que el mayor atractivo de los tatuajes es que son «marcas irreversibles que implican un compromiso serio, una voluntad de no retorno».
Ahora que cualquiera está marcado para siempre, los únicos que no son capaces de tatuarse son los políticos
Reinventar el «glamour»
En la contemporaneidad están tatuados los futbolistas (en una epidemia netamente madridista), los actores y actrices más bellos (con el caso ejemplar de Angelina Jolie, que ha tenido que deconstruir sus tatuajes para borrar antiguas firmas de amor), los boxeadores más temibles (frenético Mike Tyson), toda clase de estrellas del pop y el rock... El look grunge y el heroin chic, en los que son iconos absolutos Kate Moss o Pete Doherty, ha hecho estragos. Cualquier cosa es oportuna si permite reinventar el glamour. Jugar a hacerse el duro no es difícil cuando el cinismo domina casi todo. Mientras, no cesaba de aumentar el número de sicarios de las maras, tatuados hasta las cejas, encarnación extrema de un mundo de violencia y miedo.