Cultura

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Sístole y diástole

ANÁLISIS

Día 10/10/2010
Miguel Hernández, «el extraordinario muchacho de Orihuela» —como Juan Ramón Jiménez lo llamó— hizo su obra —poesía, prosa, teatro— en sólo doce años, y con un ritmo tan vertiginoso que, para describirlo, algunos críticos han recurrido a la expresión «a marchas forzadas» propia del lenguaje militar. Y es que, desde 1928 y hasta casi 1936, Miguel Hernández fue un poeta a destiempo que, situado lejos de los centros de cultura y de poder, llegaba a las sucesivas corrientes dominantes con tanto retraso que siempre se veía obligado a tener que correr más.
Su primer viaje a Madrid le hace consciente de su propio desfase literario y —en clara competencia con el Alberti de Cal y Canto, el Guillén de Cántico y el Gerardo Diego de la Fábula de equis y zeda— inicia una lucha a brazo partido con la octava real y con la décima en un desesperado intento de ponerse al día que le lleva a una Imitatio cum variatione, que es decidida emulación también y que le hace leer a Góngora en la misma clave que él cree lo había hecho él 27 varios años antes. Pero se equivoca no sólo en su modo de interpretar el modelo gongorino sino, sobre todo, en la forma mental y verbal con que, casi seis años después que los del 27, lo intenta él reformular. El resultado de ello fue su libro Perito en lunas (1933), que había pensado titular, de manera cubista o incluso ultraísta Poliedros, y que partía de un claro error de base: el de convertir la escritura poética en un enigma barroco actualizado, pero reducido a un sistema criptográfico tal que resultaba poco menos que indescifrable. Por eso, y por su carácter tardío, el libro pasó prácticamente desapercibido, aunque Pedro Salinas lo reseñó dando cuenta de sus excesos neogongorizantes.
Sin embargo —como recuerda Vicente Aleixandre— este fracaso de su primer libro hizo ver en él «al prodigioso artífice temprano» en que el obstinado aprendizaje de las técnicas del verso lo había convertido ya. Lo que no hizo —y de ello se queja en sus dos cartas a Federico García Lorca— fue servirle de salvoconducto para ser aceptado en la nómina de aquella gran generación, que es a lo que Miguel Hernández, pese a su juventud, entonces aspiraba. Como consecuencia de aquella profunda desilusión, Hernández siente una no menos profunda necesidad de —mental y poéticamente— muscularse, como se ve en su prosa titulada Mi concepto del poema, en la que se plantea la cuestión de la verdad poética.
Hacia marzo de 1934, Miguel Hernández empieza a sentirse bajo una presión derivada de una doble y casi triple influencia: la de Ramón Sijé y su revista El Gallo Crisis, de orientación clasicista y católica y la que supone la conjunción de Vicente Aleixandre —con su defensa de lo instintivo y lo telúrico— y de Pablo Neruda y su revista Caballo verde para la poesía, a cuyo manifiesto Sobre una poesía sin pureza (1935) Miguel Hernández pronto se adherirá. Atraído por posturas y tendencias estéticas y políticas tan encontradas, el Miguel Hernández de 1935 simultanea en su propia escritura ambas posibilidades poéticas. Y en 1936 ya se inclina hacia el versolibrismo y una lírica de formas más abiertas, se aproxima a la Escuela de Vallecas y entra así en la modernidad. Será en Cancionero y Romancero de ausenciasdonde logra fundir lo más depurado de la lírica culta con lo más emotivo e intenso de la lírica popular.
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