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Adiós a «La Stupenda»

La soprano australiana Joan Sutherland, una de las grandes voces del siglo XX, murió en Suiza a los 83 años

PABLO MELÉNDEZ-HADDAD

Recuerdo haberla paseado de mi brazo, orgullosísimo, por medio Liceo, mientras su marido, Richard Bonynge, dirigía a Edita Gruberova erigiéndose como digna heredera de la reina del bel canto . Joan Sutherland, «La Stupenda», llegó desde Australia para colonizar el mundo de la ópera a mediados del siglo pasado. Su voz prodigiosa, su línea de canto envidiable, su amor por la música —ese que contagió a sus grandes amigos, Montserrat Caballé y Luciano Pavarotti— y su técnica inigualable, convirtieron a esta mítica soprano nacida en Sidney en 1926 en una de las cantantes más respetadas de la segunda mitad del siglo XX.

Sólo ella, partícipe de primera línea del «Donizetti&Bellini revival» de los años sesenta, pudo convencer en papeles que, en principio y por tradición, no tendrían que haberle ido nada bien: indiscutida reina del bel canto romántico, su hegemonía en la coloratura y en las agilidades no la hicieron desistir de empresas más arriesgadas, como esas aplaudidas inmersiones en la Violeta verdiana o en la mismísima Norma belliniana, proyecto, este último, en el que embarcó a la gran Caballé para convertirla en su Adalgisa. Y gracias a Dios que lo pudo hacer, porque con ello no hizo más que ennoblecer aún más su legado. Su estela discográfica quedará para la eternidad como testimonio de una de las grandes del siglo, «la voz más importantes de los últimos cien años», en palabras del mismísimo Luciano Pavarotti. Ambos, y junto a Bonynge y a otras cómplices como la propia Caballé o la mezzo Marilyn Horne, dieron nueva vida al repertorio lírico concertístico en giras que hoy parecen sacadas de un libro de cuentos por los altos índices de talento que ofrecían en cada velada.

Del bel cantoa Händel

El mundo de la lírica está de luto no sólo porque con «La Stupenda» se marcha una manera de hacer ópera muy diferente de como se entiende la industria operística de hoy, sino también porque se apaga la voz de Semiramide, de Sonnambula, de la primera gran Cleopatra de los tiempos modernos. Una de las últimas grandes divas fallecía el domingo en su casa suiza (la otra estaba en su querida Australia); estaba fastidiada desde hace tiempo, y su enfermedad no le permitía seguir dando clases magistrales o viajando por medio mundo para entregar su sabiduría a las generaciones posteriores desde que se retirara en 1990. Poco antes de su despedida (llorada en todo el mundo) volvería después de dos décadas al Liceo para dejar a sus seguidores barceloneses electrizados con su impresionante Lucia di Lammermoor y con su sobresaliente Lucrezia Borgia al lado de un Alfredo Kraus igual de prodigioso. Su aprecio por la obra donizettiana se vio reflejado en un repertorio en el que el autor de Bérgamo ocupaba un lugar de excepción, pero ello no fue impedimento para que su inquietud artística le permitiera degustar —y, muchas veces, triunfar— la obra de otro tipo de compositores, como el mismísimo Giacomo Puccini, muy lejano a su tipología vocal. Aun así, «La Stupenda» supo cómo dibujar una Sor Angelica a su altura, que deja como herencia. ¿Y qué decir de su Donna Anna? Llegar al corazón de Mozart fue fácil para ella, como también hizo suyos varios personajes del universo francés, como Marguerite u Olympia. ¿Pero, cómo olvidar su impresionante Marie de «La Fille du régiment»? Sus escarceos con Händel la convirtieron en polémica, ya que se encargó de rescatar versiones tan olvidadas que en su voz parecían de nuevo cuño: su «Mesías» es, sin dudas, todo un prodigio sopranil (sí, se lo canta todo).

Enamorada de España

Enamorada de España, su presencia como jurado en el Concurso de Canto Francisco Viñas de Barcelona era habitual; también aprovechaba para visitar la piel de toro siempre que su marido dirigía en el Liceo o en Madrid para aparecer a punto para el ensayo general, fijándose sobre todo en las voces jóvenes, sufriendo por ese estrés que tanto desgasta a los cantantes modernos y al que los obliga el despiadado mercado actual de la ópera. «Hay que comenzar a foguearse en el escenario con papeles pequeños», decía, tal y como ella lo hizo. Pero los tiempos han cambiado para la lírica y «La Stupenda» lo sabía; se ha marchado simplemente dejándonos huérfanos de una de las voces más bellas de la historia.

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