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«Aún creo que la literatura puede cambiar el mundo»

La tolerancia, el «problema» de Francia, la mediterraneidad, el burka, Obama… Nada escapa al análisis del Príncipe de Asturias de las Letras, el escritor Amin Maalouf

MANUEL DE LA FUENTE

Qué le va a hacer si él nació en el Mediterráneo, en aquel Líbano anterior a la guerra del 76. Sí, qué le va a hacer si él nació en el Mediterráneo, en aquel Beirut del 49 de cedros y convivencia. Quizá porque su niñez sigue jugando en su playa y quizá porque escondido tras las cañas duerme su primer amor, el Líbano siga en su corazón después de treinta y cinco años de residencia en Francia, lejos de ese Mare Nostrum que tanto hemos mitificadoen el que no cree. «Mediterráneo… Se usa demasiado esta palabra. Pensamos que es una realidad política, cultural, social, y creo que no lo es. También se habla mucho de Europa, aun cuando Europa no hay existido hasta que unos visionarios se dijeron “vamos a construir Europa”, y creo que, si es necesario construir algo, es que realmente no existe. Algo parecido pasa con el Mediterráneo, no existe como tal realidad y, si lo que queremos es construirlo, lo que debemos hacer es transformarlo en un lago de paz, prosperidad y cooperación, porque en la actualidad no lo es. Hoy slo es una dura frontera, una frontera entre la esperanza y la desesperanza», dice.

«Francia vive un momento de malestar muy profundo, como si quisiera decirle que NO a todo»

Sí debemos creerle a este novelista, ensayista y libretista de ópera, cuando desde el fondo de su corazón se sincera: «La tolerancia es un valor en crisis. Vivimos juntos y debemos vivir juntos, no hay otro remedio. Pero, de momento, no sabemos. Hay que reflexionar y quizá haya que pensar en crear una carta magna de la coexistencia armoniosa». Bonita, deliciosa idea, quizá pura utopía. Una arcadia de comprensión que es para el libanés «uno de los grandes retos del siglo XXI. Será una batalla larga y pedagógica que no ganaremos con un solo combate». Maalouf tampoco duda en tumbar en el diván del psicoanalista a su país de adopción: «Francia vive un momento de malestar muy profundo, como si quisiera decirle que NO a todo, como si todo el mundo pensara que la nación necesitara una conmoción, una sacudida, como en otros momentos de su historia». El autor de «León el Africano» se tienta las carnes y casi se mesa sus cabellos muy canos cuando se le menta a esos profetas que creen que saldremos fortalecidos de estos tiempos de penuria («no creo que las crisis tengas virtudes, ni que aporten enseñanzas, reducen la generosidad y la solidaridad y eso no es bueno») y tampoco tiene inconveniente en cruzar el Charco y darle una colleja a Obama: «Mi confianza en él está en suspenso. Creo que es íntegro y honesto, pero no sé si tiene toda la determinación necesaria para cambiar las cosas. Norteamérica parece ahora más educada y comedida, pero no veo que exista un cambio de estrategia en profundidad».

Hijo de dos mundos, el árabe y el occidental, le desconcierta que en Europa siempre hay que explicar por qué uno es inmigrante, y le irrita la tozudez de la falta de entendimiento entre esos mundos: Es como el mito de Sísifo, una y otra vez, siempre lo mismo. Sus ojos picarones no mienten (prefiero ver a las mujeres sin burka), aunque no tenga tan claro que prohibirlo valga para mucho, porque Amin Maalouf cree que lo que hace falta son reglas de vida en común, que los extremistas se vean marginados. Eso sí, en París o en Kabul, la humillación para la mujer es exactamente igual, y pienso que siempre viene impuesto, o por un Gobierno, o por un barrio, o por una familia. Ante este mundo en bancarrota, este planeta con magras constantes vitales, Maalouf aún guarda en los bolsillos de su gabán negro un puñadito de esperanza. Porque él es de una rara estirpe, la de esos ingenuos que creen que la literatura puede cambiar el mundo, un mundo que hay que reinventar, porque funciona mal y vamos camino del precipicio. Por eso, en estos momentos la cultura es esencial para esa reinvención». Regenerarse o morir. Aunque sea a la sombra de un cedro milenario, o en brazos de Sherezade.

Qué le va a hacer si él nació en el Mediterráneo, en aquel Líbano anterior a la guerra del 76. Sí, qué le va a hacer si él nació en el Mediterráneo, en aquel Beirut del 49 de cedros y convivencia. Quizá porque su niñez sigue jugando en su playa y quizá porque escondido tras las cañas duerme su primer amor, el Líbano siga en su corazón después de treinta y cinco años de residencia en Francia, lejos de ese Mare Nostrum que tanto hemos mitificadoen el que no cree. «Mediterráneo… Se usa demasiado esta palabra. Pensamos que es una realidad política, cultural, social, y creo que no lo es. También se habla mucho de Europa, aun cuando Europa no hay existido hasta que unos visionarios se dijeron “vamos a construir Europa”, y creo que, si es necesario construir algo, es que realmente no existe. Algo parecido pasa con el Mediterráneo, no existe como tal realidad y, si lo que queremos es construirlo, lo que debemos hacer es transformarlo en un lago de paz, prosperidad y cooperación, porque en la actualidad no lo es. Hoy slo es una dura frontera, una frontera entre la esperanza y la desesperanza», dice.

«Francia vive un momento de malestar muy profundo, como si quisiera decirle que NO a todo»

Sí debemos creerle a este novelista, ensayista y libretista de ópera, cuando desde el fondo de su corazón se sincera: «La tolerancia es un valor en crisis. Vivimos juntos y debemos vivir juntos, no hay otro remedio. Pero, de momento, no sabemos. Hay que reflexionar y quizá haya que pensar en crear una carta magna de la coexistencia armoniosa». Bonita, deliciosa idea, quizá pura utopía. Una arcadia de comprensión que es para el libanés «uno de los grandes retos del siglo XXI. Será una batalla larga y pedagógica que no ganaremos con un solo combate». Maalouf tampoco duda en tumbar en el diván del psicoanalista a su país de adopción: «Francia vive un momento de malestar muy profundo, como si quisiera decirle que NO a todo, como si todo el mundo pensara que la nación necesitara una conmoción, una sacudida, como en otros momentos de su historia». El autor de «León el Africano» se tienta las carnes y casi se mesa sus cabellos muy canos cuando se le menta a esos profetas que creen que saldremos fortalecidos de estos tiempos de penuria («no creo que las crisis tengas virtudes, ni que aporten enseñanzas, reducen la generosidad y la solidaridad y eso no es bueno») y tampoco tiene inconveniente en cruzar el Charco y darle una colleja a Obama: «Mi confianza en él está en suspenso. Creo que es íntegro y honesto, pero no sé si tiene toda la determinación necesaria para cambiar las cosas. Norteamérica parece ahora más educada y comedida, pero no veo que exista un cambio de estrategia en profundidad».

Hijo de dos mundos, el árabe y el occidental, le desconcierta que en Europa siempre hay que explicar por qué uno es inmigrante, y le irrita la tozudez de la falta de entendimiento entre esos mundos: Es como el mito de Sísifo, una y otra vez, siempre lo mismo. Sus ojos picarones no mienten (prefiero ver a las mujeres sin burka), aunque no tenga tan claro que prohibirlo valga para mucho, porque Amin Maalouf cree que lo que hace falta son reglas de vida en común, que los extremistas se vean marginados. Eso sí, en París o en Kabul, la humillación para la mujer es exactamente igual, y pienso que siempre viene impuesto, o por un Gobierno, o por un barrio, o por una familia. Ante este mundo en bancarrota, este planeta con magras constantes vitales, Maalouf aún guarda en los bolsillos de su gabán negro un puñadito de esperanza. Porque él es de una rara estirpe, la de esos ingenuos que creen que la literatura puede cambiar el mundo, un mundo que hay que reinventar, porque funciona mal y vamos camino del precipicio. Por eso, en estos momentos la cultura es esencial para esa reinvención». Regenerarse o morir. Aunque sea a la sombra de un cedro milenario, o en brazos de Sherezade.

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