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El precio de la independencia

Análisis

MANUEL DE LA FUENTE

ANDRÉS

SÁNCHEZ-ROBAYNA

La muerte de Carlos Edmundo de Ory significa, antes que nada, la pérdida de uno de los poetas más notables del último medio siglo en España. Aun aquellos que más alejados se sienten de las actitudes estéticas del poeta gaditano reconocerán sin duda este hecho, porque la obra del autor de «Miserable ternura» posee, desde hace mucho tiempo, una dimensión histórica que la convierte en referencia ineludible a la hora de establecer

el panorama de la lírica española contemporánea. Solamente el papel desempeñado por Ory en el postismo —el movimiento literario de neovanguardia que corresponde,

en los duros años de la postguerra, a lo que en las artes plásticas representaron Dau al Set y El Paso o, en la música, la llamada «generación del 51»— le aseguraba ya una significación decisiva. Y así de hecho consta en todas las historias de la literatura y en los manuales críticos que estudian la literatura española de ese período. Papel singular, único y hasta, si se quiere, excepcional; pero papel, al cabo, indiscutido.

D La muerte de Ory tiene, sin embargo, otra extensión o vertiente, inseparable y complementaria de la anterior, y que no puede, a mi juicio, ser pasada por alto. Ory ha sido, en rigor, una de las figuras más incómodas con que han debido enfrentarse la crítica y la historiografía literaria españolas del último medio siglo. Alejado de España desde los años 50, el poeta gaditano ha representado tal vez como nadie (ni siquiera Juan Goytisolo, que es, en este preciso sentido, un caso de significación paralela) lo que George Steiner ha llamado la condición «extraterritorial» de algunos de los más conspicuos escritores contemporáneos. Insobornable, el autor de «Lee sin temor» jamás renunció a ninguno de los principios que alimentaron y conformaron su visión del mundo y su manera de entender la misión del poeta en la sociedad de hoy. Jamás condescendió a jugar el juego de la compraventa de honores y reconocimientos que la sociedad literaria negocia con los poderes públicos. Jamás comerció

con el trabajo poético para recibir ningún título. Y jamás obtuvo, nótese bien, ninguno de esos premios que desde instancias oficiales se han concedido a autores de significación y valor muy inferiores a los suyos.

Ha sido caro, muy caro, el precio que Ory ha debido pagar por su independencia. La difusión de su obra se ha resentido por ello. Que yo sepa, únicamente una antología, «Música de lobo», editada excelentemente por Jaume Pont, permite hoy acercarse al conjunto de su poesía. Y un libro de aforismos —o «aerolitos», nombre que él prefería—, recientemente editado por la Fundación Manrique, se ha visto rodeado por el silencio más espeso. No puede extrañar esta situación a quien observe limpiamente una realidad de la que, no en vano, Ory quiso separarse desde muy pronto. Escribir fue para él un acto de inocencia absoluta. Cualquier otra actitud habría supuesto para él una completa contravención de la pureza con que concebía el hecho poético.

Separación, distancia, exilio. Tales han sido los signos que han presidido la vida y la obra de Carlos Edmundo de Ory, y los que lo han marcado o definido hasta su muerte. Al poeta que veía en la imaginación la «esponja del Infinito», al poeta para quien la «verdadera patria» es el aire, al poeta, en fin, cuya misión, según dijo, no podía ser otra que la del «mensajero del misterio», la muerte lo hace entrar ahora en otra dimensión. Entre nosotros quedan —como quedan siempre ante el poeta que merece en verdad ese nombre— los carbones ardientes del recuerdo.

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