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Columnas / UNA RAYA EN EL AGUA

Normalizar Cataluña

La deriva soberanista del Estatut ha desembocado en una profunda decepción colectiva y un hastío ciudadano

Día 26/11/2010
LA política catalana de los últimos siete años es el ejemplo más palmario del ensimismamiento que ha convertido a la clase dirigente en un problema creciente a los ojos de la opinión pública. El gobierno tripartito de la Generalitat se ha entregado a una pulsión intervencionista casi neurótica, mezclada con un delirio identitario que ha alcanzado extremos pintorescos como el descacharrante decreto que obliga a servir pa amb tomacaen los hoteles. La deriva soberanista del Estatut, auspiciada por la irresponsabilidad de Rodríguez Zapatero y la ofuscación nacionalista de Maragall, ha desembocado en una profunda decepción colectiva que ha ampliado a base de excesos —en ocasiones mutuos— la brecha sentimental entre Cataluña y el resto de España. El fracaso de ese empeño artificial se refleja en el hastío de unos ciudadanos que amenazan con una baja participación en las elecciones del domingo. La suerte parece echada en todas las encuestas, que pronostican de manera unánime el retorno al poder del nacionalismo clásico, el de Convergencia i Unió, y el descalabro de la coalición de perdedores que encumbró en la presidencia a un político mediocre como José Montilla. La experiencia tripartita ha arrastrado al Partido Socialista a mínimos de credibilidad que no ha podido levantar su tardío arrepentimiento.
La derrota del PSC será también la del zapaterismo y su concepto trivial de la gestión pública. La gente que aún está dispuesta a participar en el debate político quiere volver a las cuestiones que realmente importan, sin perderse en asuntos tan artificiales como estériles. La candidatura nacionalista de Artur Mas no tiene el prestigio de la de Pujol pero aparece envuelta en un halo de cierta responsabilidad ante el descalzaperros organizado por la alianza izquierdista. Mas ha orillado la discusión estatutaria y victimista para centrar su propuesta en reformas institucionales que hagan frente a la recesión, y ha limitado las reclamaciones soberanistas a un discutible cupo económico que de momento encuentra la oposición matizada de los dos grandes partidos nacionales. Con ese programa reformista parece haber recabado el apoyo de una mayoría burguesa cansada de aventurerismos; suya será, si gana, la responsabilidad de no volver a agendas delirantes y centrarse en sacar a Cataluña del retroceso socioeconómico que ha experimentado en la última década.
España también necesita una Cataluña serena cuya dirigencia pública colabore en la delicada regeneración que plantea la crisis. En este tiempo desquiciado se han cometido muchos errores a ambos lados del Ebro, pero la normalización ha de comenzar de dentro hacia afuera. En ese sentido, la tentación de un frente soberanista representa el principal peligro para la estabilidad de un sistema precarizado por una política ajena a la demanda social. Ése es el desafío de Mas: devolver la cordura a la escena catalana y tratar de resolver sus problemas sin crear otros nuevos.
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