Entre «Los miserables» y «Madame Bovary» guardaré el discurso de Mario Vargas Llosa.
Se emocionó leyendo sus propias palabras, que es una cosa que solo sucede cuando lo que se ha escrito es verdadero. Solo otra vez he contemplado a un escritor llorar leyendo lo que había escrito, y fue aquí cerca, en el pazo de Mariñán, en un día de verano, al poeta José Hierro, con toda su reciedumbre llorando mientras hablaba de su padre, en un poema. Éramos cuatro gatos asistiendo a un hecho inolvidable.
Hay cosas que nos marcan la línea de por dónde tiene que ir el mundo, personas que se atreven a alzar la voz sin gritar para contarnos qué es lo que piensan. Y cuando alguien piensa y es capaz de expresarlo, de darnos alguna idea, es como si un millón de personas estuvieran hablando. Nada hay que tenga más fuerza que el pensamiento de alguien. Si realmente se ha pensado, se ha vivido, se ha sentido, es algo arrollador, la fuerza más grande de la Tierra, más que la gravedad porque todos sentimos como si flotáramos, como si nos eleváramos un poco del rastrero suelo, cuando alguien que ha pensado, que ha sentido, que ha sido feliz y que ha sufrido, nos cuenta sus pensamientos, sus conclusiones de haber visto y haber vivido.
Su familia junto a él, ha roto además con esa imagen del escritor desgraciado y maldito, que tiene que tener la vida destrozada para dar fruto, lo cual no es cierto. Si es verdad que yo pienso que el punto de partida de la literatura es el sufrimiento, que la escritura es una suerte de reencarnación de la vida rota en algún momento de la madurez o de la infancia, un refugio de por vida, el consuelo que es la cultura y que consolará a los demás de haber nacido para al final perder la vida.
Hoy somos mejores, porque tenemos un discurso que leer una vez y otra.
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