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METRÓPOLIS

«Esta película adquiere sentido a partir de esta restauración, con la que su fuerza visual se vigoriza. La película, ahora, realza su inmenso poderío plástico. Su clave cristiana y cristológica sobrevuela las malas lecturas que la asociaban con ideas cercanas al nacionalsocialismo»

POR EUGENIO TRÍAS

UNO de los grandes eventos de este año en el ámbito del cine es la recuperación casi completa de una de las mayores producciones cinematográficas de todos los tiempos, Metrópolis , de Fritz Lang.

En un archivo de Buenos Aires se encontró en 2008 una copia en 16 milímetros, en un estado ruinoso, que contiene 26 minutos inéditos. Los técnicos han podido aprovechar esos importantes añadidos, y han logrado adoptar un montaje más ajustado al que se pudo ver en su estreno en 1927. Los avatares de una costosísima película, que durante su rodaje se encareció hasta quintuplicar el presupuesto, obligaron a productores y distribuidores a rentabilizar ese producto recurriendo a drásticas amputaciones. Se decidieron mutaciones letales de montaje, supresiones de personajes, alteraciones de temas; la película fue oscureciendo su sentido, difícil de seguir y comprender en anteriores entregas.

D Metrópolis se inscribe en una sucesión de obras maestras que selló una de las más brillantes colaboraciones de guionista y realizador, Thea von Harbou y Fritz Lang, que además unieron sus vidas en matrimonio durante más de una década. De esa colaboración nació una ininterrumpida secuencia de películas extraordinarias ( Las tres luces , Doctor Mabuse, M , etcétera). La trama de Metrópolis ha sido siempre criticada. La restauración nos permite entender, por fin, ese relato tergiversado por versiones llenas de arreglos, chapuzas y modificación de montaje. Ahora podemos reconstruir con claridad un argumento difícil, pero que gracias a esta incorporación de 26 minutos inéditos, y gracias también a los importantes cambios del nuevo montaje, puede al fin comprenderse y gozarse. La narración actual sitúa en lugar preferente, en un pedestal, una figura que es, en todo el film , una metonimia: Hel, la mujer muerta, inmortalizada en una imponente

escultura; una gran cabeza esculpida que ocupa toda la pantalla, ante la que se postran los dos hombres que la amaron. La poderosa imagen aparece en varias ocasiones.

D Fritz Lang ama las metonimias. En ocasiones se materializan y encarnan, como ocurre en Der müde Tod, Las tres luces , donde la muerte personificada, y el inmenso muro que construye, desencadena toda la historia, irrumpiendo aquí y allá en un «fuera de campo» que teledirige los relatos. En Metrópolis una gran cabeza esculpida de mujer es la que preside, como a partir de un matriarcado originario, toda la compleja estructura narrativa. Esta versión permite «leer» la película desde ese primado de la amante, esposa y madre, amada por dos hombres (y madre del Hijo del Hombre, figurado a través de Freder, el hijo del creador de Metrópolis ). Su madre Hel murió al darle a luz. Le amó el científico, mago y visionario Rotwang, que interpreta el gran actor Rudolf Klein-Rugge. Un visionario que creará en su laboratorio un androide femenino para perpetuar la memoria de Hel. Frente a él, el gran demiurgo y constructor de la ciudad de Metropolis , Joe Fredersen,

que logró conquistar a Hel. De su unión nació Freder. Rotwang logra que su amada Hel resucite de entre los muertos a través de la creación de la mujer-máquina, un androide metálico al que imprime el rostro de Hel (a través de su mejor copia, María, la mujer que arenga y adoctrina a los obreros en las catacumbas subterráneas de Metrópolis).

D Es apasionante seguir los apuntes de un manuscrito de Erich Kettelhut, uno de los arquitectos que colaboraron con Fritz Lang. En él se especifica el extraordinario modo en que fue preparado el diseño de maquetas que terminaría formando la puesta en escena asombrosa de esta película, con su avenida principal, sus rascacielos, su Torre de Babel. Cables, hilos de cabello finísimo, aviones de juguete, trenes de miniatura, automóviles minúsculos, transeúntes diminutos, todo un micro-mundo de ensueño infantil al servicio de una puesta en escena portentosa. En acrobáticas posiciones en el suelo, accionaban los hilos de manera sincronizada, de manera que pudiera darse la ilusión de simultaneidad a la Gran Avenida principal (con puentes por los que circulaban tranvías y transeúntes, y aviones sobrevolando). El rodaje de estos planos fue muy lento; se empleó más de una semana para rodar unos pocos segundos. Blade Runner , la magnífica película de Ridley Scott, debe mucho a

Metrópolis en sus imponentes construcciones formando una Gran Manzana futurista, con automóviles voladores atravesando los rascacielos. Le debe también la idea de una ciudad desdoblada, la verdadera y real, siempre oscura, siempre lluviosa, y los rascacielos que sobrevuelan a ese ambiente desolado; y una aludida vida fuera del planeta, en los espacios exteriores. Metrópolis muestra en sus dos primeras partes la vida en esta nueva Babel. Y al final, como en el relato bíblico, se destruye todo ese inmenso decorado. La María mecánica, androide diseñado por Rotwang, incita a los obreros a destruir la Máquina-Corazón, de la que proviene toda la irrigación de energía y fuerza necesarias para la vida en la gran ciudad de Metrópolis. Las aguas salen a borbotones de las compuertas; corren por las calles que confluyen en la plaza principal del barrio obrero, con un gong central, una amplia explanada; siempre en la oscuridad, en contraste con los anuncios luminosos de la

ciudad emergente. Toda esa escena se halla de pronto superpoblada de niños, los hijos de los obreros, que María (la verdadera) y Freder logran salvar.

En el rodaje eran niños pobres, con andrajos, con vestidos rotos o deshilachados, lo que acentuaba el realismo: eran épocas de gran miseria. Era fácil proveerse de miles de figurantes adultos que aceptaban ser rasurados por poco precio. En la escena de la fábrica, en la que aparecen en formación hacia la máquina convertida en un devorador Moloch, esas masas humanas se despeñaban; morían abrasadas o asfixiadas. En otra imponente escena, de brevísima duración, en la que María, en las catacumbas de Metrópolis, cuenta la historia de la Torre de Babel, aparecen miles de figurantes arrastrando una inmensa mole de piedra; o amotinándose en grandísima escalinata contra el gran sacerdote, el visionario que proyectó esa torre. La espiral ascendente del diseño de la maqueta de Babel sanciona la confraternización del Movimiento Moderno arquitectónico con el expresionismo.

Esta película adquiere sentido a partir de esta restauración, con la que su fuerza visual se vigoriza, alcanzando momentos culminantes, como la pelea final, en la cubierta de la catedral, entre Freder (el mediador cordial entre la inteligencia cerebral directiva y las manos de la clase trabajadora) y el enloquecido demiurgo Rotwang. La película, ahora, realza su inmenso poderío plástico. Su clave cristiana y cristológica sobrevuela las malas lecturas que la asociaban con ideas cercanas al nacionalsocialismo.

La importancia matricial de Hel, elevada en escultura dominante a través de la película, el personaje de María, con su doble siniestro (la María fabricada); los hijos de los obreros, que acompañan a María y a Freder en su itinerario: todo ello enmarca el sentido de la célebre y controvertida frase con la que se inicia y concluye el film , y que postula la necesaria mediación del corazón, del amor, en un mundo dominado por el odio de clases.

EUGENIO TRÍAS ES CATEDRÁTICO DE FILOSOFÍA DE LA UNIVERSIDAD POMPEU FABRA

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