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Galicia / entrevista con ramón pernas

Vindicación de la nostalgia

Los juegos de la memoria y el pasado son motor en la última novela de Antonio Pernas. El escritor lucense habla sobre el amor, el tiempo y la literatura

Día 26/06/2011
Vindicación de la nostalgia
LITVI 
Pernas, en Santiago

Ramón Pernas (Viveiro, Lugo, 1952) ejerce de gallego en Madrid. Pero cuando explica los entresijos de su última novela (En la luz inmóvil, Algaida) y de su novelística, durante una reciente escapada a Galicia, a Pernas se le enciende la palabra y se le encienden las palabras.

La novela es una especie de juego de la memoria, muy enfocada en sus capacidades, sus engaños, sus ventajas.

Soy un trabajador de la nostalgia. Todas mis novelas tienen dos características, la memoria y el afecto. Procuro siempre viajar con estos dos componentes a todas mis páginas.

De hecho, hay una defensa, en el mismo inicio del propio libro, de la nostalgia.

Sí, sí... La nostalgia no está de moda. Aunque yo soy consciente de que cualquier tiempo pasado no fue mejor, sino siempre peor, y que el progreso ayuda al bienestar y a la civilización, la cultura y el comportamiento, estoy instalado en una reivindicación permanente de la nostalgia, con una pequeña dosis de melancolía. Es un batido que busca consecuencia en la memoria como reivindicación literaria.

¿Recordar es volver a vivir?

Sí. Pero a veces los recuerdos son perversos. Los recuerdos no son una foto fija de un momento vivido. Los recuerdos, así como pasa el tiempo, los vamos adecuando a nuestras conveniencias y antojos, son caprichosos en sí mismos. Los recuerdos se ubican en una parte de la memoria casi siempre falsa. Los modulamos, los llevamos a donde nos conviene. Los recuerdos son un componente, una caja de buhonero que vamos abriendo y de la que vamos sacando elementos: de aquí este recuerdo, de aquí este otro... Son perversos.

De hecho, el narrador llega a reconocer en el transcurso de la historia que quizá él mismo esté trampeando los suyos propios para adaptarlos a las necesidades de su presente.

Claro. En La Luz inmóvil construyo una autobiografía apócrifa. El autor no es el protagonista, pero sí protagoniza personajes que son verosímiles. Decía Boris Vian que lo más importante era escribir una novela verdadera para ver que era inventada.

¿Por qué escoge un antagonista mudo?

El antagonista es el espejo donde todos nos miramos. Cada mañana miramos al espejo y nos vemos a nosotros mismos. Y el espejo no habla, solo señala características. El Mudo no habla, pero ve, y tú lees en sus labios lo que quiere decir. Es la conciencia silente, callada, el alter ego, Pepito Grillo. A mi juicio, es un buen recurso literario.

El protagonista se queja de que los juicios del Mudo son si cabe más severos que los de los demás.

Claro. Es el miedo ante el penalti. El protagonista es inseguro, no sabe si escribe una novela contemporánea o una novela que ya está escrita. Su conciencia le dice «joder, no te pases», «esto me gusta», «esto no me gusta». Esa duda metafísica que todos tenemos al comprar un traje: lo prefieres azul, pero lo compras negro, te queda mejor uno jaspeado. Es ese miedo cotidiano que todos tenemos en la carta que escribimos a alguien. Aunque ahora no se escriben cartas... O cuando tuiteas, que no sabes si lo que quieres contar a tu novia cabe en 140 palabras. Ese es miedo doméstico. El Mudo, su conciencia, le dicta los criterios que no son convergentes, y por eso es su amigo.

Frente a los que preconizan seguir escribiendo con las manos, en el libro hay una defensa del ordenador.

Yo, sí. En un primer momento yo lo combatí, por una razón estética. García Márquez me dijo una vez que nunca utilizaría el ordenador. Me adscribí a esa teoría, pero por razones meramente emocionales. Escribía con pluma, a mano, hasta que un día abrí la ventana y llegó volando el ordenador, se posó en mi despacho y dijo «Ábrete Sésamo». Descubrí la magia de escribir en un espejo. El ordenador es como dejar mensajes en el espejo. Cuando soñaba y tenía fantasías eróticas, pensaba que mis amantes iban a dejarme en el baño una frase pintada con carmín. Ahora me he dado cuenta de que solamente lo encuentro en el ordenador. Cuando abro la pantalla del ordenador y escribo es el carmín que yo devuelvo al no recibido.

¿El primer amor es el de verdad?

El primer amor es solo el primer amor. El de verdad es el último. A veces coincide con el primero, pero casi nunca.

En ciertos casos, ese primer amor se idealiza y lo que queda de él en la memoria no es real.

Es una especie de locura obsesiva, un amor loco y fou, desmedido, aunque perdurable. Todo lo que es desmedido me interesa mucho, porque aporta ese toque de locura que los ciudadanos normales no tenemos. El amor mejor es el último.

También es una presencia en la novela ese verano gallego más corto, que a mediados de agosto se transforma en tormenta.

Es el verano que yo vivo. Soy de Viveiro. En mi imaginario, Vila Ponte, no concibo un verano sin suéter y rebeca, un verano con calor permanente. Es el verano de la brisa amiga, conocida por unos pocos aunque viene de lejos, y que te saluda con frío en la cara al lado del mar. El frío vertebral e invertebrado de las tardes de agosto para mí es maravilloso.

En el libro el narrador-escritor se autoacusa de cercenar a los secundarios. Le ocurre a usted con el Rubio...

Un amigo me aconseja que haga una novela solo con los secundarios de mis otras novelas. Tengo una teoría, que mantengo a lo largo de mi narrativa, que preconiza que la última pieza del rompecabezas la debe poner el lector. Al que lee le pido que sea solidario en el esfuerzo y ponga la pieza que falta, por eso empleo esos secundarios tan abiertos. En esta novela, el Rubio seguramente vive en una isla del Jónico, y quizá en otra novela reaparezca en Patmos, en una fonda donde se sirva pulpo a la gallega.

El libro es de escritura pausada, para saborear sin prisa.

Escribo y creo que las palabras son seres orgánicos, que están vivos y tiene sabores y olores, y colores, y conforman el paisaje. Si puedes aprender una palabra con sabor a fresa puedes degustarla en el paladar. Te acompaña por lo menos dos minutos. Pretendo envolver con celofán, como ocurría con los viejos caramelos, palabras clave para que el lector note que está leyendo pausadamente, como se leía antes.

Es un manifiesto contra la literatura de telegrama.

La subliteratura. Está de moda escribir libros infantiles para adultos llenos de templarios y de cofres mágicos. Es literatura sin discurso. A algún poder, que no sabemos dónde está, le interesa que la gente sea menos crítica, menos tolerante, que piense menos, y hace obras obvias. Soy un escritor que pretende hacer literatura.

¿Prepara algo?

Escribir es una patología, e incurable. No hay antídoto, y la medicación es cara, porque obliga a viajar mucho, componer imágenes singulares y leer para conseguir curas parciales. Como no soy escritor a tiempo completo, vivo con mis personajes. Voy en el taxi con uno. Es una especie de paranoia... No, más bien una esquizofrenia, un desdoblamiento de personalidad preocupante.

El propio premio, Alarcos Llorach, es en sí una defensa del valor de la palabra.

Siempre me presento a premios con nombre y apellidos, evito premios planetarios. Tuve la suerte, la oportunidad y el honor de haberlo ganado. Trabajo la palabra porque me preocupa. Soy un escritor gallego en castellano. Utilizo el subjuntivo. Me siento heredero de Valle, o Torrente, o Fernández Flórez, o incluso de Cela. El ritmo, la estructura formal de la novela y el subjuntivo aplicado da una forma de escribir desde Galicia. Mi idioma es la gran patria del español, el castellano, pero mi idioma matrio es el gallego. Convivo perfectamente y me enriquezco con las dos lenguas.

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