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El armiño se asienta en el Palacio Real

«Mientras nos deleitamos con el rostro de Cecilia Gallerani, un perspicaz visitante se ha percatado de que el armiño ha escapado de sus brazos para esconderse en las confortables estancias del Palacio Real»

Día 26/06/2011

ES habitual restringir la traída y creciente globalización al ámbito de los más diversos aspectos sociales, políticos y económicos del hombre, cada día indubitadamente más homogéneos y semejantes en cualquier parte del planeta. La uniformidad y las similitudes en el modo de relacionarnos, en la manera de vestir, en nuestros gustos culinarios, varían cada día menos, ya nos hallemos en Madrid, Nueva York, Ciudad del Cabo, Pekín o Sidney. Pero la imparable globalización ha facilitado también, ¡bendita sea!, mayores y mejores compromisos de colaboración institucional entre los principales museos, brindándonos la oportunidad de disfrutar de los préstamos de las más exquisitas obras de arte, por más que siempre haya pensado que estas hay que tratar de verlas en su propio entorno. Por más que hay algunas de ellas, dada su especialísima significación o su estado físico, que no deberían abandonar las mullidas estancias de sus respectivas pinacotecas. Hablo, entre otras, de la Monna Lisa de Leonardo da Vinci, siempre asediada por turistas en el Museo del Louvre, las Meninas de Diego Velázquez, centro impenitente de atención en el Museo del Prado o el Guernica de Pablo Picasso, visita obligada en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.

Pero hay ocasiones en que la diosa Fortuna, en este caso la Fortuna bona, nos brinda oportunidades únicas. Me refiero a la llegada a España de La dama del armiño, un óleo sobre tabla realizado por Leonardo da Vinci en 1490 en Milán, y hoy depositado en el Museo de Cracovia. Aunque antes había tenido una vida errante y azarada: de Polonia a París, de aquí a Dresde en la I Guerra Mundial, y requisada por los alemanes en la II Guerra, regresaba finalmente a Polonia. El cuadro representa a una bellísima Cecilia Gallerani, de tan solo diecisiete años, que fue amante de Ludovico Sforza, el Moro, con quien tuvo un hijo. Y como toda obra que emprende Leonardo, lo hace rompiendo los moldes tradicionales: aleja la imagen de la cortesana de la habitual imagen de perfil, para, primando la perspectiva y la plasticidad, destacar el dinámico movimiento giratorio de la cabeza, con una llamativa sensación de tridimensionalidad. Un lienzo que confirma sus conocimientos sobre la luz, la psicología humana y la anatomía. Aunque, claro, la mentada Fortuna bona es asimismo, ¡qué le vamos a hacer!, una Fortuna brevis. Tiene plazo de caducidad: el 4 de septiembre, que es cuando se clausura la Exposición que, con el título Polonia, tesoros y colecciones artísticas, se muestra en el Palacio Realde Madrid. Una diosa Fortuna representada en algunos lienzos del Museo del Prado, como el de Rubens, donde aquella se muestra cubriendo su desnudez con una capa y apoyada sobre una bola de cristal, refrendándonos, una vez más, lo que ya sabíamos: la calidad y variedad de los fondos del neoclásico edificio de Juan de Villanueva. La razón de su llegada —antes había viajado a Estados Unidos y Japón— la ha señalado su dueño, el príncipe Czartorysky: «Se lo había prometido al Rey», confirmando el papel de Don Juan Carlos como «el mejor embajador de España».

Leonardo da Vinci dejó escritas, ¡y de qué no!, distintas páginas dedicadas a los animales. Compré hace años la recopilación de pensamientos del genial florentino que, con el título de Aforismos, publicaba la editorial Espasa Calpe en 1943, con una introducción de E. García de Zúñiga, y en la que se recogen las principales máximas publicadas por Edmundo Solmi en su recopilación Frammenti letterari o filosofici y los compilados por Luca Beltrami en su serie de Gli Inmortali Istituto Editoriale Italiano, donde un versátil Leonardo se asemeja más a un naturalista que a un artista. Una circunstancia, la de la inabarcabilidad de su obra, que extiende su interés a la práctica totalidad de manifestaciones de la naturaleza y a las más variadas obras humanas: la anatomía, la teodicea, la geología, la psicología, la moral, la astronomía, la música, la óptica, la estética, el teatro, la danza, la música, las armas de fuego… y, ¡claro está!, la pintura. En este caso, la reseñada Dama del armiño.

D Leonardo pasa así revista a un extensísimo bestiario con referencias a animales que pueblan la tierra, tales como el león («animal que con su atronador rugido ahuyenta a todas las fieras llenas de pavor»), la pantera («todos los animales se deleitan en mirarla»), camellos («veloces en el combate y utilísimos como bestias de carga»), tigres («un animal de la naturaleza terriblemente veloz»), elefante («posee lo que rara vez se encuentra en los hombres: probidad, prudencia, equidad y observancia religiosa»), hipopótamo («entran en los campos reculando, de modo que parezcan haber seguido la dirección contraria»), el bisonte («de crines sobre el cuello»), el ciervo («que cuando se siente mordido por las arañas falangio, como cangrejos, y así se libra del veneno»), el jabalí («que cura sus enfermedades comiendo hiedra»), el camaleón («vive del aire, en el cual todos los peligros lo dominan»), las víboras («la hembra ataca al macho, y esto es exclusivamente propio de su especie») y las boas («que se enroscan en las patas de la vaca, y luego la ordeñan hasta agotarla), así como toda una pléyade de insectos: orugas, arañas y tarántulas, cigarras, escorpiones… Pero también los que viven en las aguas, como el delfín («la naturaleza le ha concedido no solo el conocimiento de sus ventajas, sino, además, el de las desventajas de sus enemigos»), el cocodrilo («es temible para el que huye de él, pero en extremo cobarde con el que le persigue»). Así como los animales que se desplazan por el cielo, tales como el murciélago («donde hay más luz, más se ofusca, y más se ofusca cuanto más mira al sol»), las lechuzas y búhos («privan de la vista a los animales con quienes pelean y de los cuales se nutren»), la perdiz («se convierte de hembra en macho y se olvida de su sexo primitivo») y demás aves como golondrinas, grullas, cuervos… Y hasta tiene tiempo para disertar sobre seres mitológicos, como el unicornio («olvida su ferocidad, incapaz de vencer la atracción que sobre él

ejercen las mujeres») y el dragón («van enlazados unos con otros, a la manera de zarzas, y pasan los pantanos nadando con la cabeza levantada»).

Aunque el animal que ahora nos interesa es el armiño, ya que este es el animal principal que recoge el retrato de la joven amante en su regazo. Dice Leonardo del armiño: «Come frugalmente una sola vez al día y preferirá caer en manos del cazador a mancillar en algún sucio pantano la blancura delicada de su piel». Un armiño que explicita de esta suerte el lujo, la fidelidad, pero también la sexualidad y el boato de una cortesana satisfecha. Un lienzo muy depurado en sus detalles, y muy lejano, por tanto, de algunos de los esfumatos más característicos de Da Vinci, como los de la Monna Lissa y La Virgen de las Rocas. Si bien su misterio nos embarga, sumergiéndonos en una sensación casi placentera, que nos acerca a la mejor poesía, mientras la fuerza de la mirada de nuestra musa, y la redondez de sus cabellos, ojos, cejas y boca, nos atraen fatídicamente. Pero hete aquí que, mientras nos deleitamos con el rostro de Cecilia Gallerani, un perspicaz visitante se ha percatado de que el armiño ha escapado de sus brazos para esconderse en las confortables estancias del Palacio Real. Lo dicho, el blanquísimo y estilizado armiño se asienta en el Palacio Real.

PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO ES RECTOR DE LA UNIVERSIDAD REY JUAN CARLOS

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